Castañas y recuerdos
Es otoño y me lo anuncia la castañera. Salgo del metro, preparo mis dos euros y medio y, mientras espero, viajo. Me traslado con su olor (soy mucho de aromas y melancolías) a los noviembres de mi vida.
Paseo pisando hojas secas, la niebla se mezcla con el humo de las chimeneas y me envuelve con su letargo. Pausa. Me gusta la vida lenta. Los coches pasan a mi lado en La Elipa, pero ya no pitan. Ellos están, yo no.
Ando a 330 kilómetros, en el pueblo, junto a la lumbre. Con la espalda fría y las manos y la cara calientes. Echo otro tronco para que no se apague, abro una botella de vino y relleno los vasos. No, las copas no se han hecho para el vino de pitarra. Mis dedos se tiñen de negro.
Los sorbos y los bocados van acompañados de historias que sucedieron hace unos 60 años. Hay una perra con un collar de pinchos, se escuchan los lobos, los ladridos protegen al rebaño, un niño pasa miedo. No hay serenidad para él a pesar de estar en La Serena. Los recuerdos de mi padre son mejores que cualquier pódcast. Enlazan con los míos.
Dentro, el calor del fuego y de la compañía; fuera, el frío y las calles desiertas, cada vez con más ausencias. Vacíos que se llenan con olores, sonidos y sensaciones. A madera, el del abuelo Paco; a cuentos inventados, el del abuelo Emilio; las mantas que pesan de la abuela Carmen; el comercio de mi tía Dolores que abre mientras duermo.
Los noviembres avanzan y, con cada nueva vuelta al sol, más vivencias fuera y más ausencias dentro. “¿Dos euros y medio, verdad?” “Sí. Tus castañas”. Subo la cuesta con un paquetito caliente entre las manos. Y yo también entro en calor.
castañas otoño pueblo 2020-11-07 Paula Mayoral