Hoy va de sermón.
Según la autora Joyce Dvinyi, los niños y los adolescentes se disfrutan cuando están contentos y se portan bien. Y, en general, están contentos y se portan bien cuando se les quiere, se les cuida y están bien educados. Sin embargo, conseguir eso no es tarea fácil como tampoco lo es enseñarles a responder con respeto a los adultos, a controlar su conducta y a tomar las decisiones adecuadas. Confundir el castigo con la disciplina es un error habitual. Con el castigo, se pretende que los niños se arrepientan de haberse portado mal. La disciplina significa enseñar a desarrollar el autocontrol y el buen criterio
Gran parte la conducta humana tiene que ver con las emociones, no con el pensamiento; eso supone un problema cuando castigamos a los niños por los errores que cometen. Según la misma autora, para que el castigo logre sus objetivo la persona ha de ser consciente de las emociones, ha de ser capaz de pensar en o que está a punto de hacer y en lo que puede suceder y saber cómo frenarse y no actuar únicamente en base a sus emociones. Si no pueden hacer el proceso de pasar de la emoción al pensamiento y luego a la acción de forma adecuada es probable que el castigo no sirva de mucho.
Cuando se deja a los niños a su libre albedrío, o cuando no se les enseñan buenos modales, sus cerebros no modelan la capacidad de distinguir lo adecuado de lo incorrecto. La disciplina efectiva contribuye a que se desarrollen y el castigo, por sí solo, no tiene necesariamente el mismo efecto.
El término vulgar, se aplica a la persona, al lenguaje o a la costumbre que es poco refinada, de poca educación o de mal gusto. Mi admirado José Antonio Marina escribió hace poco: las persona vulgares no admiran a nada ni a nadie y no creen que haya algo mejor o más noble que ellos mismos y piensan que todos somos iguales. Y la verdad es que, actualmente, no hay admiración por los mejores; la sociedad admira a personas que no lo merecen.
No seamos vulgares. Amén