Esperanza Aguirre desconcertó a media España al decir que debemos catalanizarnos todos: se creía que era una centralista madrileña, castiza y populachera, sin saber que esa imagen la crearon quienes la temían, en su partido y en los rivales.
Su aparente desfachatez oculta una envidiable seguridad en sí misma, como demostró como presidenta de la Comunidad de Madrid al convocar nuevas elecciones, que ganó, después de rechazar el cargo en 2003 por el “Tamayazo”, la traición entre socialistas que le entregaron el poder.
Reelegida abrumadoramente y tratada de cáncer de mama a principios de 2011, se mantuvo en el cargo hasta el 26 de septiembre de hace un año.
Es funcionaria del Estado por oposición, políglota, y tiene buena base cultural, aunque le atribuyeran falsas anécdotas para presentarla como ignorante.
Con esa seguridad que mantiene a sus 61 años, hace tres creó en Madrid una escuela que daría la mitad de las asignaturas en catalán si obtenía veinte alumnos, en especial hijos de catalanes, pero no apareció ni media docena.
Su catalanización de los españoles se refiere, sin duda, a la imagen de Cataluña que vivió con tío barcelonés Jaime Gil de Biezma (1929-1990), poeta reconocido como uno de los grandes del siglo, homosexual, brillantey genial.
Desde cualquier parte de España se admiran los años liberales y abiertos de la Barcelona del tardofranquismo y de la Transición, meta de la intelectualidad española, de los creadores de arte y de la industria.
Pero el nacionalismo ha cercenado Cataluña. La ha vuelto castiza, cañí, patriotera y aldeana, con el ombligo como caverna.
Sus virtudes, menos el Mediterráneo, las ha recogido Madrid, que se volvió una ciudad cosmopolita, término que ahora es un insulto en Barcelona.
Catalanicémonos, sí, con la Cataluña cosmopolita y abierta en la que vivían Vargas Llosa o García Márquez, pero para ello lo primero que debe catalanizarse es la opresiva Cataluña actual.
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SALAS