Revista Opinión
Cataluña ha tomado el relevo a las reivindicaciones identitarias del País Vasco, relegándolo, tras el cese de la violencia terrorista de ETA, a un segundo plano entre los problemas territoriales que motivaron, como respuesta, la creación del Estado de las Autonomías con el advenimiento de la democracia en España. Durante décadas, el único conflicto separatista era el de los vascos, más por la presión de los actos de terror de los violentos que por las exigencias políticas de la sociedad civil de aquella región, pues no en balde suman cercan de mil los muertos habidos por la barbarie asesina etarra. Cataluña era otra cosa.
Los catalanes manifiestan sentimientos de identidad nacional que se satisfacían con el reconocimiento a su cultura, su lengua y una capacidad financiera que cada cierto tiempo pugnaba por renegociar la cuota de los presupuestos estatales que podía administrar. No albergaba un problema soberanista como el que se expresaba en las Vascongadas, que llevaría al lehendakari Juan José Ibarretxe, expresidente vasco, a proponer un acuerdo de libre asociación con España que finalmente fue rechazado por las Cortes Españolas.
Con el auge de Esquerra Republicana de Cataluña, convertido en socio imprescindible en los Gobiernos de la Generalitat, casi siempre en manos de Convergencia i Unió salvo contados períodos socialistas, las exigencias de avanzar por el sendero sinuoso hacia el pleno reconocimiento de su identidad nacional no han hecho más que exacerbarse progresivamente, hasta el extremo de programar una consulta plebiscitaria, para el próximo noviembre, que refrende las peticiones de independencia de Cataluña respecto de España. La sutil pero eficaz utilización de las movilizaciones de la Diada (Día Nacional catalán) de los últimos años y, en especial, la sensación de “engaño” que el Tribunal Constitucional propinó a la ciudadanía con la suspensión de 14 artículos del Estatuto de Autonomía que había sido reformado en 2006 y refrendado por los catalanes en referéndum ese mismo año, han favorecido esas exigencias del reconocimiento de Cataluña como nación. Con tales antecedentes espoleando los aspectos emocionales del nacionalismo catalán, no era de extrañar, por tanto, la radicalización de las vivencias y las erupciones identitarias de Cataluña. Tanto, que ahora quieren “decidir”, conocer lo que piensa la mayoría de la población para actuar en consecuencia en un futuro próximo.
Ante ese reto, histórico donde los haya, cualquier planteamiento que se enroque en la legalidad literal y pétrea de la ley sólo conducirá al endurecimiento del enfrentamiento y a su enquistamiento como foco permanente de tensiones. El envite soberanista exige actuar con serenidad y flexibilidad para encontrar espacios comunes de comprensión que eviten la confrontación no sólo dialéctica, sino también de órdagos impresentables e inasumibles. Entre otros motivos porque cualquier evolución hacia nuevas realidades supone la superación de los límites establecidos de la actualidad, que constriñen el horizonte, siempre que se respete el diálogo sincero y el acuerdo pacífico, y se rehúya de la imposición y la intransigencia más absolutas.
Es evidente que la convocatoria de referendos es una prerrogativa del Gobierno de la Nación que está vetada a las comunidades autónomas, si bien el Estado puede delegar competencias y autorizar una consulta sin efectos vinculantes. De ahí que, entre el “no” rotundo y el “sí” transgresor, existan fórmulas intermedias que posibilitarían, sin efectos legales de ningún tipo aunque sí políticos, sondear la opinión de los catalanes sobre su relación con España. Sería oportuno, a estas alturas de la Historia, ofrecer una salida democrática al anhelo de una parte de la población catalana por manifestar libre y directamente su criterio acerca del modo de convivencia que prefiere mantener con el conjunto del Estado español, posibilidad nunca antes concedida y proyecto jamás consumado ni en los tiempos de los condados catalanes, ni durante el período de expansión transpirenaica de Ramón Berenguer, ni cuando formaban parte del Reino de Aragón. Se avanzaría así en la respuesta definitiva a un problema no resuelto ni con el diseño del Estado de las Autonomías en democracia ni con la represión implacable de la dictadura, por lo que continúa larvado y supurando periódicamente malestar e insatisfacción a ambos lados del Ebro. Claro está que ello requiere altura de miras y políticos que rechacen los réditos inmediatos y fáciles de las acciones demagógicas por ambas partes. Y hoy tales estadistas no abundan en la política nacional ni autonómica.
De este modo, Cataluña se convierte en todo un síntoma del malestar de España, al expresar un grave desajuste en su configuración territorial. El inmovilismo que caracteriza a ambos nacionalismos enfrentados –español y catalán- augura un choque aún más virulento que la simple desobediencia civil por materializar una consulta que unos quieren celebrar a toda costa y otros impedir también a cualquier precio, aún cuando fracture la sociedad catalana y española en un debate envenenado. Riesgo innecesario por cuanto otros países con conflictos semejantes, como Canadá, Escocia y hasta Puerto Rico, han sometido a referendos sus aspiraciones soberanistas con normalidad democrática y sin que se “rompiera” la Nación. Porque entre la consulta y la independencia hay un trecho lo suficientemente largo como para buscar soluciones que satisfagan los intereses de todos, conjugando el respeto a la soberanía nacional y las ambiciones identitarias de las comunidades históricas.
Sólo sería necesario una gran habilidad política para abordar este problema, en el que habrá que tener en cuenta que, tras el camino señalado por Cataluña, vendrán otras comunidades a reclamar idéntico tratamiento a sus demandas, como el País Vasco, Canarias y Galicia, además de la equiparación solidaria del resto. La modificación de la Constitución para redefinir la realidad plurinacional de España, abocada más temprano que tarde aconfigurarse como Estado federal, perdiendo el miedo a nombrar las cosas por su nombre, es justo de lo que alerta el síntoma catalán. Hacer caso omiso de esta señal puede acarrear un empeoramiento del problema hasta acabar como nadie desea. Ahí está Kosovo, a la que España no reconoce, para comprobarlo.