El alborozo tras la prohibición de las corridas de toros en el parlamento catalán ha sido semejante al de una final de fútbol, o de elecciones políticas, o de cualquier enfrentamiento agonístico entre unos y otros, y entonces va y resulta que la felicidad nos embarga cuando vemos que finalmente "nosotros hemos ganado".
La cuestión está en saber quienes "somos nosotros, los que hemos ganado". Y qué hemos ganado, además de cancelar una industria que da (daba) trabajo a no pocos ciudadanos.
Me pregunto si muchos en Cataluña se han alborozado de esta manera tan catártica por algo sucedido a los animales. Que es de lo que -en principio- parece que se trataba con el asunto de prohibir las corridas de toros.
De todos modos, al parecer, tras la ajustada votación (68 votos a favor, 55 en contra y 9 abstenciones), la clave está -y no es sorpresa para nadie- en lo que el conseller Huguet le dijo a Carod a modo de conclusión: “Som una nació”.
Es decir, que Cataluña ya es como Canarias en esto de ser una nación. No está mal como logro, si es que de eso se trata, en vez de tratarse de los toros.
Cataluña, gracias a una conjunción astral y parlamentaria, ya es como la nación canaria, la nación zimbawesa, o la coreana del Norte, o incluso como los suecos de Scania y otros muchos lugares del planeta que ahora caerán en la cuenta de que son una nación, de resultas al no tener corridas de toros, aunque sí tengan correbous, porque eso -por el momento- resulta que da votos "nacionales".
Sin entrar en cosas dichas por no pocos sobre el particular (esto, y esto otro, y estos, y también, y además, etc.), personalmente tengo que decir que no he asitido jamás en toda mi vida a una corrida, ni la he visto en televisión, y que en Pamplona nunca se me ha ocurrido desdeñar un buen filete de carne de toro lidiado.
Quizá tendría que acusarme públicamente de que mi cultura y mi libertad son pacíficamente compatibles con las de mis amigos y parientes con profundas aficiones taurinas.
Pero no sigo, porque a fin de cuentas, casi tendría que decirles que -gracias a Huguet, Carod y tantos otros- al fin he caído en la cuenta de que yo mismo (a pesar de mi amor a la libertad de las gentes y la tolerancia con los taurófilos), resulta que yo mismo soy una nación. Eso sí, quizá demasiado tolerante, pero puedo hacer como que no me doy cuenta.
El caso es que en cuanto acabe de escribir esta frase voy a darme un abrazo tremendo, porque estos triunfos y premios ombliguistas a la propia idiosincracia solipsista sólo vienen muy de tarde en tarde.