Revista Opinión

Catalunya, no en mi nombre

Publicado el 01 octubre 2017 por Alba Chaparro @Alba_Chaparro

Lo que se está viviendo hoy en Catalunya está cristalizando un problema institucional enquistado desde hace años, no desde hace meses. Y no tiene nada que ver con la independencia del territorio catalán, sino con un problema de fondo, y de forma. Dijo hace unos días Soraya Sáenz de Santamaría, vicepresidenta del Gobierno, que nunca había sentido tanta vergüenza democrática. Ojalá pudiera yo decir que nunca había sentido tanta vergüenza democrática como hoy, pero no puedo.

Y no puedo no porque no sienta vergüenza, sino porque no es la primera vez que la siento. El bochorno que me provocan hoy las instituciones españolas, supuestas veladoras de la democracia, al liarse a palos contra personas cuyo único delito es querer utilizar una urna, es inconmensurable, pero lamentablemente recurrente. Ya lo sentí cuando la policía cargó contra adolescentes que reivindicaban calefacción en las aulas valencianas, o contra jubilados que protestaban por el timo de las preferentes, o en los andenes de la estación madrileña de Atocha tras la manifestación del 25-S, o tras la manifestación del 15 de mayo de 2011 que abrió paso al movimiento indignado.

Lo diferente de hoy no es la vergüenza que pueda sentir por el papel abusivo que desempeñan las fuerzas de seguridad del Estado, sino por el trasfondo de lo que defienden. Aquí hay un problema claro de incomunicación, de falta de sentido común por parte de los dos bandos y de una lucha eterna de a ver quién la tiene más larga. No dejemos pasar por alto que hoy no se valora la independencia de Catalunya, sino la capacidad de expresarse de sus gentes. Los que representan carecen de voluntad política para llegar a un acuerdo, y el fruto de esa discrepancia se transforma en la sangre de los representados. Aquí hay algo que, desde luego, está funcionando mal.

No se pueden desoír las voces de los que claman por el derecho a decidir. Y, desde luego, en una democracia seria, no se pueden reprimir esas voces a base de porra. La obcecación del Gobierno Central por no hacer caso de las demandas catalanas es fruto de su propia incapacidad para plantear una solución conforme a todos. De hecho, es un viraje radical hacia un unitarismo omnímodo que se ha exacerbado en los últimos años y no se veía desde hace cincuenta. Hace quince años, cuando yo estudié Historia de España en el instituto, Cataluña formaba parte de los denominados "Nacionalismos Históricos" junto a Galicia y País Vasco. ¿Dónde está hoy el rastro de esa perspectiva historicista? ¿Por qué esa negación absoluta de la cuestión catalana desde el Gobierno central?

El argumento de "porque lo dice la Constitución" no es válido. La Constitución no algo perpetuo, y no debe serlo si quiere adecuarse a los tiempos. Nadie duda de la salubridad de la democracia alemana, cuya Constitución ha sido reformada en decenas de ocasiones, o de la democracia francesa, cuya Constitución ha sido corregida unas treinta veces. ¿Por qué, entonces, la Constitución Española es tan intocable? La respuesta no es otra que la incompetencia del Gobierno para llegar a un acuerdo, para ceder en determinadas parcelas y para admitir que España no es un país perfecto con instituciones perfectas ni leyes perfectas. Que nadie hable de reformar nada, que las leyes son las leyes y están ahí para cumplirlas... unos cuantos.

El Estado de las Autonomías, como se ha ido demostrando a lo largo de los años, es un fiasco. ¿Cómo se puede hablar de unidad si tenemos cifras tan dispares de salarios, desempleo, calidad educativa y sanitaria, sistema tributario, corrupción (hablando de corrupción, de los más de 1.100 procesados por organismos autonómicos en España, más de 300 son catalanes; bonita cifra a tener en cuenta para, de paso, hablar de cortinas de humo)... entre unas comunidades y otras? ¿A quién le afectaría realmente la escisión catalana? ¿Cómo afrontaría el Gobierno Central el déficit económico que ocasionaría la independencia?

Son estas las preguntas incómodas que prefieren no hacerse. Es más fácil negar cualquier tipo de "disidencia" o discrepancia, desmentir que las reivindicaciones se apoyen en argumentos históricos y utilizar a las fuerzas de seguridad del Estado para combatirlas. Para qué dialogar, para qué llegar a un acuerdo. Es mucho más productivo jugar a ver quién la tiene más larga. Es mucho más fructífero enfrentar a las gentes y, de paso, sacar rédito político. Es mucho más provechoso aludir al sentimiento nacional y jugar con la pasión patria para copar todas las portadas que estar hablando de, por ejemplo, la manida y desgastadora corrpución (único punto en común que parecen encontrar unos y otros).

Muy poco sana está una democracia que necesita utilizar a sus antidisturbios para luchar contra personas que quieren expresarse. Si esa es la forma que tiene el Gobierno de tutelar las demandas de sus ciudadanos, desde luego no es en mi nombre. Igual que si yo fuera catalana, este modus operandi tan insensato y estéril tampoco sería en mi nombre. Porque al final, los que amenazan, desatinan y marcan la agenda son unos, pero los que se acaban llevando los palos son los de siempre.


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