Esto de escribir es misterioso, o cuanto menos, curioso. Hay veces que tienes tantas cosas en la cabeza de las que te gustaría hablar, que no puedes ordenar las ideas o se van anulando entre ellas y se quedan en un rincón de tu mente aguardando un mejor momento para resurgir . Y acabas por no escribir sobre nada. Por el contrario, otras veces, aparece un pensamiento solitario como una luciérnaga aventurera en medio de un jardín apenas florecido de principios de marzo que te hace sentir la necesidad de hablar de ello sin ningún atisbo de duda. Y acabas escribiendo de un tirón. Pero es que, además, hay entre estos dos extremos otra situación que es la que se me ha presentado esta semana: cuando por esas casualidades que van encadenándose y dan lugar a lo cotidiano, se te presenta un mismo tema a través de diferentes canales. Y ya no es que sientas un deseo de escribir y contarlo, sino que es una necesidad por tu bien.
Todo empezó a principios de semana. En clase planteamos la pregunta "¿Por qué respiramos?". Entre los pocos alumnos que se atrevieron a contestar hubo consenso: "para vivir". De ahí no pasamos. Los dos docentes que estábamos en el aula intentamos exprimir al máximo esta respuesta, pero no hubo manera de avanzar. El timbre que anunciaba el final de clase interrumpió nuestro esfuerzo (el de los profesores, en los alumnos no aprecié dicha sensación). Estupefactos por esta vaguedad en la respuesta y esta falta de interés en razonar más allá de lo obvio, mi compañera y yo observamos que no es que los alumnos no nos hubieran dicho nada del intercambio de gases ni de la importancia del oxígeno, es que no mostraban el menor interés por saber la respuesta de por qué respiramos. Nuestra conclusión, que pecaba de generalista, fue: los adolescentes de hoy en día no tienen curiosidad por nada, ni por lo más cercano a ellos como puede ser el acto de respirar. Ciertamente, no es que ellos no supieran cual es la función de la respiración. Es que no se habían preguntado nunca por esa función. Y como muchos de ellos no se estuvieron de mostrarlo con resoplidos y caras de hastío, les estaba sin cuidado saberlo.
Al cabo de un par de días, un amigo me pasó por Facebook el link de un documental titulado "La educación prohibida". Justamente el leitmotiv de este documental es el análisis del funcionamiento de la escuela de hoy en día y propone maneras diferentes de plantear la educación, lo que recibe el nombre de educación prohibida. Es un análisis necesario, pensé al recordar lo que me había pasado en clase unos días antes. Hemos privado a nuestros alumnos de todo atisbo de curiosidad y asombro: son incapaces de hacerse preguntas, que es la verdadera manera aprender. Además, en las aulas se viene repitiendo una manera de enseñar surgida hace 200 años en el imperio prusiano, encaminada a formar ciudadanos obedientes y dóciles. En las aulas falta que los docentes prestemos más atención al contexto emocional de nuestros alumnos y pasemos del currículum, las programaciones y las calificaciones. No era la primera vez que me lo planteaba. Pero tenía tan reciente la falta de motivación de mis alumnos, que mi sentimiento de culpa, de estar haciendo mal las cosas, de participar de un modelo educativo que adoctrina y no educa, rozaba niveles nunca antes alcanzados. Era como estar metido en un agujero negro, de dónde, por supuesto, no tenía posibilidad de escapatoria. Estaba atrapado. Me sentía culpable e impotente. No soy un buen educador, me repetía una y otra vez a medida que me adentraba más y más atraído por la enorme fuerza de la antimateria.
Al llegar el fin de semana, mis pensamientos se diversificaron, y el sentimiento de culpa se había relajado. Para eso han inventado los fines de semana, ¿no? De lo contrario, la población llegaría al colapso y quién sabe lo que podría suceder tal y como está el panorama. El agujero negro no había sido más que un espejismo. Hasta que esta mañana de domingo he abierto El país semanal y allí estaba otra vez el tema: una crítica encubierta al actual modelo educativo en forma de artículo de psicología. En él se habla de la importancia del hemisferio derecho del cerebro, centralita de todo lo relacionado con lo emocional de nuestra personalidad, motor de nuestra creatividad, al que la escuela le debería dar más importancia y dejar de lado el protagonismo que, según el autor del artículo, se le ha dado a su antagonista hemisferio izquierdo, más lógico y cuadriculado.
A medida que he avanzado en la lectura del artículo, me he vuelto a situar al borde del agujero negro de hacía unos días. Pero de repente, click. Ha sido uno de esos clicks de lucidez que vienen propiciados por una copa de vino: hace ya unos seis años, cuando empecé en esto de ser docente, ya nos hablaban de las inteligencias múltiples. Los alumnos no son todos iguales, cada uno tiene unas capacidades y hay que arroparles y guiarles para que las desarrollen, evitando así que se frustren y abandonen (el gran drama de nuestro sistema educativo) la escuela. Hay que trabajar en grupos cooperativos. Hay que tener en cuenta la inteligencia emocional, trabajarla para que los alumnos la sepan dominar y aprovechar. Todo esto no era nuevo ni para mí ni para muchos docentes. De hecho Piaget y Montessori ya lo planteaban. De hecho algunas reformas educativas llevadas a cabo en la historia reciente de nuestro país ya lo habían intentado implantar, siempre claro dentro de unos márgenes permitidos por el capitalismo (sin demasiado éxito a tenor de los resultados PISA y compañía). Yo esto ya lo he intentado poner en práctica, me he dicho. Entonces, ¿qué ha pasado?
Pues que la realidad social (y no quiero caer en la banalidad de la expresión) es demasiado compleja para poner en práctica todas las maravillosas experiencias que relatan los pedagogos y educadores en el documental, y del psicólogo en el artículo del dominical. No es que los docentes no hagamos bien nuestro trabajo; al menos la mayoría lo intentamos: yo intento favorecer la curiosidad entre mis alumnos, motivar su autonomía, los trato con respeto y amor, atiendo sus necesidades emocionales, empatizo con ellos y me amoldo a su visión de las cosas, le quito importancia a los resultados académicos y me paso (a veces) por el forro las programaciones a pesar del temor a las inspecciones educativas. Pero sin dejar de lado que les estoy dando una educación para que puedan desarrollar una profesión cuando salgan de la escuela. No es que la mayoría de docentes no creamos que otra forma de educar sería más justa, más beneficiosa, mejor. Esto va a sonar infantil, pero es que no somos los únicos culpables. La estructura misma de esta sociedad post-industrial hace imposible que se lleven a cabo de manera generalizada este tipo de escuelas. Como bien dice uno de los entrevistados del documental, o varios de ellos en el fondo, la mejor escuela es la que no tiene paredes, la que se desarrolla en las plazas, en las calles, en los vecindarios. Está bien, pongámonos a ello. ¿Por dónde empezamos?
Es aquí donde el análisis me falla. ¿Para qué queremos educar? Para formar personas libres, que puedan elegir dedicarse a aquello que más les guste en la vida, y así ser felices. Pero esto no lo conseguirán hoy en día por mucha educación prohibida que pongamos en práctica. Mientras se sigan exigiendo títulos para trabajar de una determinadas profesiones que la sociedad actual requiere, las actuales escuelas serán necesarias. Si no, ¿para qué ir a la escuela? Si puedes aprender en otros ámbitos, no hacen falta escuelas de ningún tipo. Ni regladas ni libres. De echo, las libres existen por contraposición a las regladas. La dos pretenden formar a los ciudadanos para que desarrollen una determinada función en la sociedad pero utilizando métodos diferentes.
Según el documental, hace 200 años que se creó este sistema educativo mecanizado. Antes no había educación obligatoria y gratuita. Es cosa de los Estados modernos, para adoctrinar a sus ciudadanos, para asegurarse su obediencia. Tiene sentido, hasta que me he preguntado: ¿en qué condiciones vivía la población antes de aparecer estas escolarización obligatoria? ¿Es así como se pretende que vivamos ahora? ¿Qué modelo de sociedad queremos? ¿Cómo la educación puede ayudar a alcanzarlo? ¿Cuál es la tarea de los educadores en esta empresa? ¿Hay que cambiar primero la sociedad o antes hay que cambiar la manera de educar? ¿Qué fue antes: el huevo o la gallina?
Falacias a parte, me he imaginado que hace 200 años que multitud de educadores se van asomando, como yo he hecho esta semana, al agujero negro de la culpabilidad por su tarea. La autocrítica es necesaria, me he dicho a mí mismo rozando la trivialidad, pero sin pasarse. He cerrado El País Semanal y me he acabado la copa de vino. Mañana empiezo una nueva semana. Veremos sobre qué escribo.