Revista Cultura y Ocio

Catedrales

Por Calvodemora
Catedrales
           
                                                            Foto:  Daniele Copedé
Tendré que escribir sobre las catedrales, tendré que dejar registrada mi fascinación absoluta por las catedrales, tendré que visitar todas las catedrales del mundo y tendré que buscarme dentro en cada una de ellas. Hay pocas cosas en este mundo que me conmocionen más que la voluntad del hombre y su anhelo de divinidad. No sé qué sentirá un creyente al entrar en ellas, en las catedrales, pero este descreído, este descarriado de la fe se arrodilla cuando cruza su puerta y mira hacia arriba y comprende, de una manera precaria y frágil, sin la hondura de quien ve a Dios y cree que Dios lo ve a él, la armonía del cosmos, el ruido que hace la lluvia cuando azota los cristales o la música que produce el viento en las hojas de los árboles. Debe haber un sentido de las cosas que se oculta y solo se manifiesta bajo ciertas condiciones. Yo creo que las catedrales son puertas hacia ese significado invisible. No es esto una proclamación de una fe recién adquirida, no es una declaración de un bautismo, pero jamás cerré ninguna puerta, no cancelé esa voluntad íntima de interrogar y de interrogarme, de perder quizá cuando uno se pierde en los laberintos del espíritu, pero qué viaje más hermoso, qué placeres deben aguardar. Mientras, amaré las catedrales, las miraré con un respeto profundo, sentiré que las construyeron para lo que no entiendo, y será entonces cuando las mire con más ahínco, cuidando más la mirada, procurando que me atraviese la luz de la vidrieras y me impregne de armonía cuando escuche, a poco que me esmere, el silencio de sus piedras. Por otro lado, no me inclino ante la autoridad que las tutela, no creo que nada de lo que dicen verdaderamente tenga algo que ver con el Dios al que adoran, no están a la altura del templo en el que actúan. Todo lo cual conduce a que observe las catedrales de un modo paradójicamente neutro, si es que esto puede suceder, sin caer en la cuenta del servicio que presta al cristiano que las ocupa. Nunca quedó claro que la metafísica fuese un asunto público o estrictamente privado. El alma, cuando busca trascender, no necesita, por otra parte, ningún altar en donde refugiarse. La mía, en lo que le afecta, obra a su antojo, se conduce como puede, se refugia en donde pilla. A veces en lo que yo escribo. 

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