"No creo en Dios desde hace treinta años. Para ser precisa, debería decir que hace treinta años me atreví a confesarlo. Tal vez no creía desde tiempo antes. No se abandona “la fe” de un día para otro. Al menos no fue así para mí.
Aparecieron algunas señales, síntomas menores, detalles que, al principio, preferí ignorar. Como si estuviera germinando dentro de mí una semilla que, tarde o temprano, reventaría y abriría la tierra para salir a la superficie como un tallo verde, tierno, débil aún, pero decidido a crecer y gritar a quien quisiera oírlo: No creo en Dios.”
Hace treinta años, en un terreno baldío de un barrio tranquilo, apareció descuartizado y quemado el cadáver de una adolescente. La investigación se cerró sin culpables y su familia -de clase media educada, formal y católica- silenciosamente se fue resquebrajando. Pero, pasado ese largo tiempo, la verdad oculta saldrá a la luz gracias al persistente amor del padre de la víctima.Claudia Piñeiro nació en el Gran Buenos Aires en 1960. Es escritora, dramaturga, guionista de televisión y colaboradora de distintos medios gráficos. Ha obtenido diversos premios nacionales e internacionales por su obra literaria, teatral y periodística, entre ellos el reciente Premio Pepe Carvalho que otorga el festival Barcelona Negra en 2019.
Esa verdad mostrará con crudeza lo que se esconde detrás de las apariencias; la crueldad a la que pueden llevar la obediencia y el fanatismo religioso; la complicidad de los temerosos e indiferentes, y también, la soledad y el desvalimiento de quienes se animan a seguir su propio camino, ignorando mandatos heredados.
Es autora de las novelas “Las viudas de los jueves”, que recibió el Premio Clarín de Novela 2005; “Tuya” (Alfaguara, 2007); “Elena sabe”, Premio LiBeraturpreis 2010 (Clarín/Alfaguara, 2007) y “Las grietas de Jara”, Premio Sor Juana Inés de la Cruz 2010 (Alfaguara, 2009).
Ha publicado también los relatos para niños “Un ladrón entre nosotros” (2005), Premio Iberoamericano Fundalectura-Norma 2005, y “Serafín, el escritor y la bruja” (2000; Alfaguara, 2011). Su obra de teatro “Cuánto vale una heladera” fue estrenada en el marco del ciclo Teatro por la Identidad 2004 y publicada por el Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología. Su drama “Un mismo árbol verde” ha sido candidato a los premios Florencio Sánchez y María Guerrero, y ganó el Premio ACE 2007. Sus obras están siendo traducidas a varias lenguas y son disfrutadas por miles de lectores en distintas partes del mundo. "Catedrales" (2020) es la última publicación de la autora.
Mi propio resumen-síntesis sin spoiler
“Catedrales” narra la vida de una familia que se desmorona, que se rompe y separa tras la desaparición de Ana, la hija menor adolescente y el posterior encuentro de su cuerpo mutilado y quemado, abandonado en un descampado cercano a su casa.
Lo más corriente es quemar un cadáver para hacerlo desaparecer, impedir su identificación o disimular la verdadera causa de la muerte”. Y para mí ahí estaba la clave; yo no tenía ni tengo dudas de que en el caso de Ana Sardá se trataba de esa tercera opción: disimular la causa de su muerte.
Son (eran) tres hermanas, Carmen la mayor, Lía y Ana, educadas todas bajo el yugo estricto del fanatismo religioso de los padres, educadas para no salirse nunca de la senda unidireccional y a menudo irracional de la fe católica impuesta, con la intolerancia e inflexibidad de ideas que ello puede conllevar.
Nadie sabe que le ha pasado a Ana, quién la ha podido asesinar. Carmen y su madre como buenas creyentes que son, achacan la desgracia a los designios y a la voluntad de su Dios y eso les vale, no necesitan saber más, se resignan. Pero el padre, Alfredo, y Lía no se conforman, necesitan averiguar lo ocurrido, quién descuartizó e incineró su cuerpo y porqué lo hizo. De hecho, Lía hasta reniega de su fe y se marcha fuera de la ciudad para siempre, cortando lazos con todo y con todos, y solo mantiene una relación epistolar con su padre a escondidas, bajo promesa de no contarse cosas importantes, de hablar solo de cosas intrascendentes hasta que se descubra al culpable de la muerte de su hermana pequeña.
A partir de que anuncié mi ateísmo, mi familia veló no sólo el cuerpo de mi hermana, sino mi fe. ¿Era necesario decirlo en medio del velorio de Ana? No tengo dudas de que sí, de que lo dije en ese momento y en circunstancias fúnebres porque se lo debía a ella, porque quería decirlo antes de que su cuerpo --los trozos de su cuerpo-- fueran sepultados y condenados a permanecer definitivamente bajo la tierra, antes de que yo me despidiera de Ana para siempre. Aprendí esa misma tarde que “ateo” es una mala palabra. Y que la mayoría de los creyentes puede convivir con quienes creen en otros dioses, pero no con quienes no creen en dios alguno.
Así las cosas, treinta años después el crimen sigue aún sin aclararse, Lía regenta una librería en el centro de Santiago de Compostela, tiene pareja y parece, más o menos, haber rehecho su vida, aunque su herida no ha terminado de cicatrizar nunca. Un día, recibe la visita inesperada de Carmen, que es profesora de Teología y está casada con Julián, un ex seminarista, del que Ana también estaba enamorada en secreto. El reencuentro no traerá buenas noticias y, además, después de tanto tiempo sin verse y sin saber nada la una de la otra, las dos hermanas son ahora dos perfectas desconocidas. Carmen le pide ayuda a Lía para dar con su hijo Mateo, del que tampoco saben nada desde que hace unos meses marchó de casa. Sospechan que pueda estar en la ciudad y que haya visitado de forma anónima la librería de su tía.
Creo en Dios. Soy creyente de una manera cabal, íntegra, apasionada. Brutal si es necesario. Qué sería de mí si no creyera; no tendría consuelo. Mi único hijo, Mateo, desapareció; si yo no entendiera que su desaparición responde a la voluntad de Dios, mi vida perdería sentido.
Y es entonces cuando la autora le da voz a cada uno de los personajes y miembros de la familia para que nos narren su propia historia, su versión de los hechos, cómo afrontaron aquel terrible suceso cada cual cómo supo, cómo pudo. Carmen, Lía, Mateo, Alfredo, e incluso la propia muerta, nos lo cuentan todo, lo que saben, lo que sospechan, sus verdades, sus mentiras, sus culpas. Porque todos tienen una parte de culpa, de responsabilidad en lo ocurrido con Ana, nadie se salva.
Una vez revelado el final de una historia, resulta muy fácil pontificar qué habría que haber hecho. Pero mientras transcurre, nadie conoce el desenlace, y cada uno hace lo que mejor puede.
Y a Marcela, la mejor amiga de Ana para que nos explique su enfermedad, cómo afronta su diagnosticada “amnesia anterógrada” que padece desde aquel día en el que la estatua del arcángel Gabriel le cayó sobre la cabeza y le golpeó fuerte, en la iglesia del padre Manuel y Julián, para que nos cuente las cosas que nunca dijo, las respuestas a las preguntas que nadie le hizo sobre su mejor amiga.
Nosotras fuimos amigas inseparables, casi hermanas; yo habría dado lo que fuera por ayudarla, por salvarla, por evitarle el dolor físico y el del corazón, por ahorrarle lo que tuvo que pasar hasta llegar a ese cajón de madera que valía demasiado poco como para albergar, desde entonces y para siempre, el cuerpo de mi amiga. No puedo volver el tiempo atrás, ni pude entonces. Teníamos diecisiete años, sabíamos demasiado poco de la vida y del amor. Menos aún de la muerte. Con el tiempo, aquello que sólo yo sabía se convirtió en silencio. El pasado, en silencio; el presente, en olvido; el futuro, en vacío.
Y entre lo que sabe ella y lo que investiga Alfredo, ambos llegan a la verdad, una verdad noqueante, desgarradora, aniquiladora.
Creo que cada uno de nosotros llega a la verdad que puede tolerar. Es un límite que pone nuestro propio instinto de conservación.
Hasta aquí puedo contar. . . no os digo más, no puedo decir más. Tendréis que leerlo vosotr@s para conocer todo lo ocurrido con detalle y descubrir el crimen escondido detrás de ese crimen y el horror detrás de ese horror, y qué hay detrás de las apariencias, porque a veces las cosas no son tan horribles como parecen ser, sino que pueden ser aún mucho peor.
No sabéis cómo me alegra haber vuelto a Claudia Piñeiro, a esta autora argentina que ya tuve el placer de conocer con la lectura de “Una suerte pequeña” (reseña aquí), una novela que me encantó, que disfruté mucho. No tenía en mente repetir tan pronto, pero cayó en mis manos “Catedrales” (2020) y no pude resistirme. Ahora se ha colado sin pedir permiso en mi “top 3 autoras preferidas” (compartiendo honores junto a Sara Mesa y a Joyce Carol Oates)
Y es que ya me quedó claro con “Una suerte pequeña” que Claudia Piñeiro sabe construir historias de las buenas, encarar de una forma magistral esos temas cotidianos usualmente conflictivos, espinosos, (el aborto, la maternidad, la culpa, el reproche, el arrepentimiento, el perdón en este caso) y dotarlos de suspense en su justa medida, además de dar vida a unos personajes psicológicamente complejos e interesantes. Eso sí. . ., generalmente son tramas duras, pero no porque contengan violencia sino por lo que cuentan. Por la profunda mezcla de emociones y sentimientos que generan.
“Catedrales” no es una historia policial, aunque un posible asesinato sí hay, con descuartizamiento incluido, pero no es ese el eje de la novela. Lo principal aquí, lo que subyace debajo de todo es la religión, pero la religión como delirio colectivo, el fanatismo religioso, las ideas religiosas extremas que no permiten a los creyentes salirse del camino que ellos creen correcto, sin opción a libertad de elección por formar parte de un núcleo familiar tóxico, y el daño irreparable que ello puede acarrear en algunos de sus miembros.
El catolicismo la habría obligado a elegir entre su obediencia a Dios y su hija, y sé qué habría elegido. No es un reproche hacia ella a esta altura, Dolores hizo lo que pudo con tanto precepto que le metieron en la cabeza acerca del bien y del mal. Pero el bien y el mal, ustedes y yo lo sabemos, son términos relativos. Y las religiones, por lo general, no te dan permiso para pensar con tu propio criterio dónde está lo uno y lo otro.
“Catedrales” es toda ella cuestionamiento. Es cuestionarse la institución familiar como algo absoluto, es cuestionar a aquellos que se las dan de buenos cristianos pero que luego están llenos de contradicciones, de hipocresía, porque son capaces de cometer acciones atroces, detestables, amparadas en el nombre de ese dios.
O sos católico, o no lo sos. Si no lo sos, deberás atenerte a las consecuencias de tu vida vacía por no creer en nada. Si lo sos, no discutas ni la Fe ni la Iglesia.
Y también analiza el ateísmo, a los ateos que dicen no creer en nada o que deciden salirse del camino, dejar de creer, que es lo que le pasa a Lía después de perder a Ana, e incluso al propio Alfredo que se plantea abandonar su fe, y huir despavorido de la religión, al ser consciente de su parte de culpa por no haberle permitido a Ana actuar de forma libre, sin presiones sociales.
Desde que me negué a rezar junto a su ataúd cerrado, cuestiono cualquier relato, de la religión que sea, con el que se siga transmitiendo, aún en el siglo XXI, una construcción ficcional como si fuera la verdad. Me inquieta no poder descifrar qué hace que tantas personas, miles de años después, sigan creyendo en historias que no resisten la prueba de verosimilitud que le exigimos a cualquier ficción menor. Tal vez, lo hacen porque la duda frente a creencias arraigadas viene acompañada del temor a perder beneficios secundarios.
En “Catedrales” también se plantea el tema del aborto y las terribles consecuencias que puede acarrear en una adolescente la imposibilidad de dicha opción ante un embarazo no deseado, ya sea por cuestiones morales, religiosas, o sociales.
Debí haberla educado para que no sintiera vergüenza por no estar de acuerdo con todo lo que pregona la religión que le inculcamos. Y, mucho menos, lo que pregonan sus curas. Ni con respecto al aborto, ni con respecto a ninguna otra cuestión en las que las religiones te obligan a pensar en una sola dirección, de una manera colectiva e irracional.Para acabar, tres curiosidades sobre la novela:
--La "amnesia anterógrada" que padece Marcela, una enfermedad que es real, que existe y que ya conocí en “La fórmula preferida del profesor” de Yoko Ogawa (reseña aquí), cuyo protagonista también la sufría. Consiste en poder rememorar únicamente y con todo lujo de detalles las escenas vividas en el pasado, olvidando al momento el presente, debiendo anotarlo todo en una libreta para no perderse en las sombras de su inexistente memoria.
No me había dado cuenta de que para pensar necesitaba la memoria, hasta que la perdí. La memoria anterior quedó intacta; a partir del golpe, la memoria corta empezó a fallar. Desde entonces, sólo me es posible retener algunos pocos sucesos posteriores al traumatismo. Sin embargo, a pesar de la imposibilidad de almacenar nuevas situaciones, logro sostener cualquier charla porque completo con mi imaginación los vacíos que corresponden a hechos posteriores al trauma. Lo que no sé, lo invento, como hace todo el mundo, con problemas de memoria o no.
--El porqué del título: os preguntaréis como yo me pregunté durante la lectura, porqué “Catedrales”. Os cuento que a Alfredo y a su nieto Mateo (hijo de Carmen) les gustaba dibujarlas, les parecía una buena manera de unir el don artístico que ambos tenían (Mateo terminó estudiando arquitectura), con la fe. Y ambos soñaban con hacer un viaje juntos visitando las catedrales más significativas del mundo, pero no pudo ser. . .
El abuelo me hizo prometerle que, cuando él no estuviera, yo cumpliría el recorrido que dibujamos juntos, el de las catedrales más lindas de Europa. Ese camino me llevaría hacia donde él quería que fuera: al encuentro con la hija que más extrañaba. La extrañaba incluso más que a Ana, tal vez porque echar de menos a alguien vivo tiene más sentido que hacerlo con un muerto. La muerte pide resignación, la ausencia no. Nuestro sueño de un camino de Santiago hecho a medida no fue un proyecto relacionado con la religión católica ni con misticismo alguno. Más bien una búsqueda del porqué, una reafirmación de la cordura propia en medio de ese delirio colectivo y extendido que nos tenía rodeados, sobre todo en nuestra propia familia.
--No hay un único protagonista, porque todos son protagonistas, todos opinan, todos cuentan su propia verdad y todos lo hacen en los capítulos que les corresponden. Me ha gustado ese enfoque, me ha resultado un planteamiento curioso e interesante.
¿Qué me ha parecido? ¿Me ha gustado?
Sí, mucho. Claudia Piñeiro escribe muy bien, su prosa es delicada, bonita, cuidada, y su trama, todo un “thriller dramático” (como yo lo llamo) no exento de cierta polémica y verdades como puños, me ha cautivado. Tengo que confesaros que me he sentido muy identificada con la crítica mordaz que lleva a cabo la autora sobre el fanatismo y las creencias religiosas. Cierro el libro y me quedo perpleja dándole vueltas a todo el lío, rememorando el argumento desde el principio, me ha llenado, me ha convencido.
Resumiendo: “Catedrales” me ha parecido una novela valiente, sobre la fe llevada al extremo en el seno de una familia con la palabra dios siempre en la boca, con demasiados tabús y palabras prohibidas, palabras que, por impronunciables, pueden llegar a ocasionar desgracias impensables. Y de esas desgracias impensables pueden salir dos sendas bien delimitadas: una que lleve todo recto hacia el ateísmo y el abandono de esa fe, y otra que por el contrario se reafirme en la peligrosa creencia de que todo lo malo y lo bueno que te ocurre en la vida es por voluntad divina. Una novela en la que la autora cuestiona varios aspectos relacionados con la religión sin pelos en la lengua.
La verdad que se nos niega duele hasta el último día.
Desde entonces tengo claro que ellos habrían preferido verme psicótico que ateo.
Espero haber sido capaz de transmitiros mi entusiasmo por esta novela que os recomiendo encarecidamente, no os las podéis perder. Mi nota esta vez como no podía ser de otra manera, la máxima: