Revista Opinión

Categoría de siervo

Publicado el 05 agosto 2015 por Manuelsegura @manuelsegura

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Hay un momento en ‘El Abuelo’, de José Luis Garci, en que su protagonista, Don Rodrigo, el conde de Albrit, sentencia que es perdonable la villanía pero nunca la ingratitud. Galdós nos instruyó como pocos, con su magistral destreza narrativa, del honor y la tolerancia en esa imprescindible novela que diera argumento a la película. Y hay en ella una escena con un discurso antológico, que protagoniza un inmenso Fernando Fernán-Gómez, donde desarbola y destroza sin compasión al alcalde, al cura y al médico de la localidad. Al edil le espeta, tan directo como contundente, un “tú no eres nadie; tú no sabes quién eres, maldito cobista; tú eres el alcalde de esta ciudad, porque tiene que haber de todo”. El párroco y el galeno no correrán mejor suerte. Subyace en tan encendida disertación la ingratitud respecto a un tiempo pasado, en el que el noble indiano costeó carreras y despensas a todas sus familias.

El diccionario de la Real Academia Española registra en el caso de la villanía y como segunda acepción la de cometer una acción ruin. Y el término ingratitud lo define como el desagradecimiento, olvido o desprecio de los beneficios recibidos. El gran Cervantes dejó escrito que el hacer bien a villanos era como echar agua en la mar y que, por tanto, la ingratitud era hija de la soberbia. Esta última que, para José de San Martín, resultaba ser esa especie de discapacidad que suele afectar a los pobres infelices que se encuentran, de repente, con una miserable cuota de poder. Y como este, el poder, a veces entontece sobremanera a quien lo detenta –que no lo ostenta–, el resultado es tan desastroso como previsible para quienes aspirando a lobos, nunca dejaron de ser dúctiles corderos conducidos al matadero. Conviene no obviar, llegados a este punto, lo que Gregorio Morán apostilla en su tratado biográfico ‘Adolfo Suárez. Ambición y destino’, en el sentido de que “para llegar arriba por el procedimiento del ‘padrinazgo’ resulta inevitable el servilismo y la fidelidad, aunque sean transitorias, a unos caballeros que no le valorarán más que en su categoría de siervo”.

En la Grecia clásica, Alejandro Magno llegó precipitadamente a la cúspide por una traición hacia su propio padre. Fue el general Pausanias el que asestó una puñalada mortal al rey Filipo de Macedonia, quien había preparado con esmero al joven heredero para una ordenada y civilizada sucesión. En el origen de aquella flagrante traición subyacía una mujer, en este caso Olimpia, madre de Alejandro y divorciada del rey. El joven monarca emprendió una serie de batallas victoriosas, que se vieron apuntaladas por la probada desidia de los persas. Un día Clito, que una vez le salvó la vida y que era su fraternal compañero, osó reprocharle que el secreto de su éxito se cimentaba en su padre, quien le legó un ejército que resultaba ser una imponente maquinaria de guerra casi invencible. Tras discutir ambos, y en un arrebato de ira, el rey acabó con su amigo, atravesándolo con una lanza. Luego llegarían los remordimientos de conciencia, quizá como con su progenitor, del mismo que cuentan que siempre tuvo un esclavo a la puerta de sus aposentos para recordarle cada mañana que, aunque fuera rey, no olvidara nunca al levantarse que no era más que un miserable mortal. Todo un sabio consejo para intentar no morir de éxito, algo que siempre suele ser tan efímero como coyuntural en la vida.

[‘La Verdad’ de Murcia. 5-8-2015]


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