Revista Filosofía
Hay quienes ven en la movilización total, ya sea hacia la guerra o hacia la conexión total, la culminación de un largo proceso de desvitalización por el que se aparta al ser humano de lo más valioso. Diríamos que, a cada paso que da, el individuo se desmorona hasta hacerse hueco total, continente sin contenido, acto sin potencia, intelección sin reflexión. Sin embargo, aún hay otro punto de vista, más temible, promovido por los grandes gurús y hechiceros, que concibe el cumplimiento del gran proceso global como una vuelta a la naturaleza, un retorno al alma mater, actualización de lo posible. Así visto, se entiende que no podemos ser más humanos, cierto, pero porque todo lo humano que podríamos ser ya lo somos.
El dataísmo no se limita a profecías ociosas. Como toda religión, tiene sus mandamientos prácticos. El primero y principal: un dataísta debe maximizar el flujo de datos conectándose cada vez a más medios, y produciendo y consumiendo cada vez más información. Como otras religiones de éxito, el dataísmo también es misionero. Su segundo mandamiento es conectarlo todo al sistema, incluidos los herejes que no quieren ser conectados. Y «todo» significa más que solo los humanos. Significa todas las cosas. Mi cuerpo, por descontado, pero también los coches de la calle, los frigoríficos de las cocinas, las gallinas del gallinero y los árboles de la jungla: todo debe conectarse al Internet de Todas las Cosas. El frigorífico controlará el número de huevos que contenga y le hará saber al gallinero cuándo se necesita un nuevo envío. Los coches hablarán entre sí, y los árboles de la jungla informarán de la metereología y de los niveles de dióxido de carbono. No debemos dejar ninguna parte del universo desconectada de la gran red de la vida. Y al revés: el mayor pecado es bloquear el flujo de datos. ¿Qué es la muerte sino una situación en la que la información no fluye? (Yuval Noah Harari, Homo Deus)