La muerte nos hace a todos meritorios de mentiras y solo una cosa es cierta cuando aparece en escena: ningún protagonista de ella puede rebatir o aplaudir su suerte. No creo en la sabiduría popular que afirma la igualdad de todos ante la muerte, el hecho biológico impone un punto de partida con el que no se puede estar más en desacuerdo: no somos perros, ni chimpancés, ni hormigas (aunque a veces lo parezcamos). El hombre ha convertido el hecho biológico de la muerte en un juego simbólico donde nada es lo que parece. Así, la muerte no es precisamente el final de la vida, más bien al contrario, con la muerte se inicia otra vida; no se trata pues de un hecho biológico, sino de un acontecimiento cultural. La religión, además, ha ido llenando de sentido el vacío y conformando una sacralidad solemne que impide todo acercamiento objetivo, quizá por esta razón solo tengamos dos armas para acercarnos al óbito: el miedo o la irreverencia.
La duquesa de Alba ha muerto después de toda una vida entregada a lo que suelen entregarse la gran mayoría de nobles: disfrutar la fortuna de haber nacido en la familia adecuada. Oigo en la radio que la duquesa pedía a los demás que la trataran como a una persona normal, y esto parece que gusta mucho a los tertulianos, a los comentaristas de radio, a la plebe. Me pregunto cómo alguien que posee un patrimonio pantagruélico puede pedir normalidad en el trato, en el saludo cotidiano, en el café de la esquina, en la envidia, en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, hasta que la muerte nos separe. La duquesa pedía normalidad sabedora de que una diferencia tan descomunal es imposible hacerla desaparecer mediante buenas maneras. Un capricho aristocrático que va más allá del poder y del dinero: además de ser inmensamente rico, parecer normal, osea, disfrutar como la plebe de una vida aburrida pero ir al Palacio de Liria cuando el aburrimiento se hace insoportable. Todos quisiéramos ser monarcas así, duques así, condes así: tomar las cañas los domingos con los amigos sin que nos señalen, pero luego volver al castillo a enmurallarse contra el mundo.
La normalidad hubiera sido muy fácil conseguirla para Cayetana Fitz-James Stuart y Silva, hubiera bastado con que renunciara a sus más de cuarenta títulos nobiliarios. Hubiera bastando con que vendiera todo el patrimonio que atesoraba. Estas cosas la muerte no deja decirlas, y queda muy feo, y muy gótico, y muy descortés afearle a una la conducta cuando ya no puede responder. En España le tenemos un respeto a la muerte tan grande que la escondemos, y por extensión, escondemos todo lo que la muerte se lleva, como si hablar de la muerte fuera en realidad rezar un padre nuestro para que la muerte esté muy lejos y no nos toque.
Cayetana fue un personaje importante de la cultura a raíz de su segundo matrimonio; sin el cura Aguirre la duquesa de Alba no hubiera tenido cabida en la vida cultural de la transición, donde todos los personajes ensayaban su postura para adaptarse a los tiempos, tiempos, por otro lado, muy dados a la interpretación. Luego, con el nuevo siglo, Cayetana no supo defender su intimidad (quizá nunca quiso del todo hacerlo), y el personaje, o más bien, la caricatura terminó por devorar a la aristócrata. La vida es verdaderamente implacable con todos; la muerte, en cambio, solo nos arroja mentiras.