Revista Viajes

Cazando recuerdos

Por Zogoibi @pabloacalvino
Calle Nuestra Señora de Calatañazor, Soria.

Calle Nuestra Señora de Calatañazor, Soria.

Mis primeros recuerdos de Soria son apenas media docena de imágenes en la memoria, vagas e inciertas. Contaba yo entonces quince abriles y mi clase del Instituto Santamarca había organizado un viaje de dos días a esta pequeña capital de provincia. Recuerdo un vagón de Cercanías y una treintena de alumnos excitados, jugando, charlando, mientras las soleadas colinas de una serranía parda y rojiza se deslizaban tras los cristales de las ventanillas. Recuerdo luego un día frío y nublado en una pequeña ciudad cubierta por la nieve, entre áridas lomas baldías. Recuerdo una cama en una habitación de paredes azul celeste, con una vista sin obstáculos hacia una plaza y compartida con mi compañero Carlos Groizard, de quien siempre envidié su ascendiente francés, sus delicados rizos castaños y la familiaridad con que trataba a las chicas de clase. Recuerdo un paseo hasta algún otero desde el que se veían los campanarios de las iglesias destacando contra la nieve. Y recuerdo por último, muy vagamente, la cálida iluminación amarillenta de un bar al anochecer y el tormento de la indiferencia que hacia mí mostraba la chica a quien yo quería, y a la que Carlos se permitía chulear.

Eso es todo.

Cuando, un cuarto de siglo más tarde, volví por segunda vez a Soria, con destino para un año, hurgué emocionado en mi memoria buscando estas imágenes, pero en vano intenté perseguirlas durante meses, pues resultaron escurridizas como el jabón, elusivas como esas sombras que a veces se desplazan errantes por nuestra retina: cuando intentas enfocarlas se esconden, tímidas o traviesas; y del mismo modo cuanto más intensamente trataba de precisar estos recuerdos, de extraer sus detalles y fijarlos para siempre y de una vez por todas, más confusos y equívocos se me aparecían, más huidizos e imaginarios. Ni fui tampoco capaz de identificar, con esta Soria que tenía por segunda vez ante mis ojos, ninguno de los lugares que los fugaces fotogramas en mi cerebro habían recogido. Era como quien trata de superponer dos láminas al contraluz para hacer coincidir los dibujos, pero éstos no se corresponden; pese a estar seguro de que los edificios de entonces, las iglesias, las plazas, las colinas, están aún ahí. ¡Tan difusos eran mis recuerdos! Y la ciudad, por supuesto, ya no era la misma. Aquella Soria de antaño era casi un pueblo, el campo se la comía, mientras que la de hogaño era diez veces mayor, y el casco antiguo se rodeaba de grandes barrios que lo separaban del paisaje.

Hoy, una década después, he vuelto otra vez a Soria, pero no son ya los recuerdos de aquella excursión en mi temprana juventud los que evoco, sino los del año que viví aquí, mucho más nítidos y cercanos, mucho más sólidos. Se desafilan un poco, sí, en los bordes, como se erosiona un sillar en las esquinas, pero las imágenes son inconfundibles. Aquellos otros, sin embargo, tan lejanos, no han hecho sino desdibujarse cada vez más, irreversiblemente, como se difumina con el tiempo un carboncillo sin fijador. Los nuevos han suplantado a los viejos, y éstos no son ya sino recuerdos de recuerdos, retazos tal vez incluso imaginados, el rastro dejado en la memoria por un esfuerzo de recordar.

Legendaria ermita de San Saturio, sobre el Duero a su paso por Soria.

Legendaria ermita de San Saturio, sobre el Duero a su paso por Soria.

 


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