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A menudo la gente considera que la política de apaciguamiento llevada a cabo por Gran Bretaña y Francia en la antesala de la Segunda Guerra Mundial fue sinónimo de desastre e ironía, ya que a primera vista parece como si dos naciones fuertes le hubieran dado oxígeno a una cuyas intenciones no eran nada halagüeñas y que además aún trataba de recuperarse del desastre de la Primera Guerra Mundial, por lo que todavía había posibilidades de ejercer una presión eficaz contra ella.
La cosa cambia si analizamos detenidamente los aspectos socioculturales y políticos que precedieron a la Segunda Guerra Mundial. Lo cierto es que los británicos y los franceses no se decantaron por una política de apaciguamiento bajo la estúpida e inocente asunción de que Adolf Hitler sería un “niño bueno” si se le daban todos los “juguetes” que quería. En realidad, fueron tanto el miedo como los recelos geopolíticos mutuos los culpables de dicha política.
El Premier Neville Chamberlain y el Führer Adolf Hitler reunidos en Múnich, para la firma de los famosos Acuerdos de Múnich (uno de los mejores ejemplos de las concesiones del apaciguamiento de los Aliados europeos), en septiembre de 1938, justo un año antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial. Fuente y autoría: Bundesarchiv, Bild 146-1972-001-03 / CC-BY-SA
Sí, Gran Bretaña y Francia subestimaron a Hitler (y a Stalin, y a Mussolini, y al gobierno post-Meiji en Japón). El ascenso de Hitler al poder sucedió de manera tan radical que tratar de detenerlo no habría sido tarea precisamente fácil, especialmente en un contexto coyuntural mundial en el que ni Gran Bretaña ni Francia tenían tiempo de sobra salvo para dedicar a sus propias economías.
Stalin también parecía gozar de gran popularidad de cara a la galería. Gran Bretaña y Francia lo tenían crudo para actuar agresivamente contra estos dictadores, ya que les resultaba difícil anticipar sus próximos movimientos.
Adolf Hitler y Edouard Daladier en Múnich en septiembre de 1938, para la firma de los Acuerdos de Múnich. Fuente y autoría: Bundesarchiv, Bild 183-1982-1020-502 / CC-BY-SA
La subestimación del Führer tuvo más que ver, en última instancia, más con la situación de Gran Bretaña y Francia que con la inteligencia de Hitler o con la inocencia de estas dos primeras.
Por una parte, Francia estaba aún recuperándose de la crisis económica que azotaba al mundo y no tenía mucho tiempo para pensar en disuasiones militares activas contra Hitler. Todos los esfuerzos se dedicaron a crear la costosa Línea Maginot, que demostraría ser una herramienta obsoleta ante las nuevas estrategias militares nazis (la famosa guerra relámpago o Blitzkrieg).
Francia, además, contaba excesivamente con el respaldo militar de las colonias, aunque a la hora de verdad no servirían para gran cosa. Asimismo, la política interna francesa experimentó varias sacudidas durante el ascenso al poder de Adolf Hitler.
Búnker de la Línea Maginot que se ha conservado en Alsacia como monumento histórico. Fuente y autoría: John C. Watkins V [dominio público por el autor], vía Wikimedia Commons.
Por otra parte, Gran Bretaña andaba preocupada tratando de competir con la pujante economía estadounidense. Además, tuvo que aceptar a regañadientes de facto la invasión japonesa de China, ya que quería que los japoneses reconocieran el control británico sobre la India. Además, el antisemitismo nazi no era en principio nada que no se hubiera visto en Gran Bretaña o en otras naciones occidentales. Cabe destacar que Alemania albergaba a una gran comunidad judía hasta la fecha justo porque allí habían recibido históricamente mejor trato.
En ultima instancia fue el miedo, y no la ignorancia ni la complacencia, el que evitó que tanto Gran Bretaña como Francia actuaran con más firmeza frente a Alemania. Sin duda, el resultado esperable de una generación que había crecido aterrada por la idea de una nueva guerra.
Además, temían que su fuerte miedo de Hitler fuese similar al que se le tuvo a Alemania en la Primera Guerra Mundial: recordaron cómo la propaganda exagerada al comienzo de la contienda había terminado en una sangría de magnitudes desconocidas hasta la fecha.
Neville Chamberlain, muy sonriente (en el centro, con sombrero y paraguas en las manos), caminando con el Ministro de Asuntos Exterior nazi Joachim von Ribbentrop (a la derecha), rumbo al aeropuerto tras la reunión con Adolf Hitler en Berchtesgaden del 16 de septiembre de 1938. Fuente y autoría: Bundesarchiv, Bild 183-H12486 / CC-BY-SA
Y no solo era el miedo a la guerra lo que atenazaba a los Aliados europeos a la hora de mostrar mano dura con el Tercer Reich. Había recelos entre ellos, lo que Hitler supo aprovechar muy bien para seguir con sus planes. Francia recelaba de los ingleses y, en mayor medida, de los americanos.
Durante los Acuerdos de Munich, la manera en la que Adolf Hitler manipuló la postura alemana respecto a Checoslovaquia y los Sudetes pasó casi desapercibida a ojos de los franceses porque estos estaban mucho más preocupados por saber si realmente Gran Bretaña estaba o no de su lado.
Gran Bretaña, por ejemplo, no quería aliarse con la Unión Soviética (es recomendable leer este artículo sobre la fallida alianza antinazi entre los aliados europeos y Stalin), ya que no tenía intención de enemistarse con Japón, enemigo histórico de Rusia.
Lo cierto es que la creación y modificación de alianzas entre rivales militares y económicos hizo que cada país tuviese miedo de los demás, creándose así un mar de tiburones, en el que el tiburón de la esvástica pudo pasar relativamente desapercibido.
Podemos concluir por tanto que fue el miedo, más que la complacencia, el rey de la fallida política de apaciguamiento aliada.
Neville Chamberlain pronunciando su famoso (y poco previsor) discurso de paz con el Tercer Reich tras la firma de los polémicos Acuerdos de Múnich: “la paz de nuestros tiempos”. Fuente y autoría: Fotógrafo oficial del Ministerio de Información británico, [dominio público en virtud de la legislación del Reino Unido], vía Wikipedia.
Autor: Segunda Guerra Mundial
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