La Quinta es mi favorita. No me duelen prendas al decirlo. Es más, a este paso, La Quinta va a ser la heredera única de lo poco que quede después de la vidorra de despilfarro y desenfreno que pienso pegarme en cuanto la última coja la maleta y salga por la puerta.
Ahí la tienen tan rica ella, sin decir ni mú más allá de unas pataditas ecantadoras. Come cuando le toca, duerme cuando buenamente puede y, sobretodo, no se queja. Ni me taladra los tímpanos con chillidos o lloriqueos asíncronos. La Quinta es una gloria. Bendita. No como las otras.
No es que no quiera a esos cuatro bichos que tengo distribuidos en camastros de todo tipo y tamaño. Las quiero. Más de lo que se merece esa panda de señoritas protestonas. Pero me dan mucho trabajo. Ya no logístico, que también, sino sobretodo psicológico. Cada una está pasando por una fase notoria y, por supuesto, diferente de la de las otras. Sus necesidades se diversifican a una velocidad de vértigo mientras yo intento compartimentar el cerebelo como buenamente puedo para darle a la neura de cada una el tratamiento adecuado. Ni en la López Ibor tienen que lidiar con tanto síndrome simultáneo.
La Primera está pasando por una fase muy Nick Nolte. Lo de la higiene personal le cuesta cada día más. Hay que amenazarla de muerte para que mueva el cepillo en lugar de dejarlo reposar sobre los dientes un tiempo prudencial, escupir y seguir tan campante con los dientes igual de sucios o más que cuando empezó. Las manos se las lava sin jabón, la cara no la toca salvo que me ponga detrás agarrándole el pescuezo y el pelo… Ni me hablen del pelo. Se ha mimetizado con su afán de convertirse en una sin hogar y ya es más una maraña que una melena. Por si fuera poco ha desarrollado un Diógenes en versión compost y el otro día le pillamos con un arsenal de bocadillos mohososos, plántanos de hace más de un mes y otros horrores en la mochila.
La Segunda en cambio se cree Celine Dion. A sus seis añazos es toda una diva. Con sus humores, sus necesidades y sus histerias. Ella ha nacido para tener séquito y lo de colaborar en las tareas del hogar está muy por debajo de su estatus de reina mora. Todo lo que implique no hacer lo que a ella le plazca le parece un abuso y lo deja bien claro con rebufos y protestas en si bemol. Como cualquier estrella del celuloide sufre de cambios de humor esquizoides y antojos de todo tipo. Lo mismo quiere un yogur con miel y nueces que una ensalada bien aliñada. Entre bocado y bocado me pregunta si tiene el pelo brillante mientras se peina la melena con mimo.
Qué les voy a contar de La Tercera que está peor que cuando a Brenda Walsh no le dejaban salir con Dylan McKay. No les voy a engañar, tener tres años y creerse mayor no es fácil. Porque es pequeña. Aunque ella no lo sepa y viva sin vivir en ella frustrada por todo lo que pueden hacer sus hermanas y ella no. Ella quiere ir en elevador y no en su sillita reglamentaria con arnés. Quiere cortarse sola la carne con navaja si hace falta, columpiarse sin poder, trepar a los árboles a los que no llega, jugar a las cartas sin saber contar y, sobretodo, quiere ir a muchas fiestas de cumpleaños a las que todavía no le invitan. Un drama humano de gran envergadura.
Y la que faltaba, La Cuarta en discordia, está en plan Glenn Close. El pobre Michael Douglas en miniatura de la guardería lo está sufriendo en sus propias carnes. Lo mismo se le abalanza encima para comérselo a besos que le planta un buen par de tortas bien dadas. Pero no le deja. Ni a sol. Ni a sombra. Mientras, yo temo por la integridad psíquica y física del niño y por la poca reputación como madre de criaturas relativamente cuerdas que me quedaba.
Ahora díganme que no es como para coger a La Quinta y salir huyendo.