Revista Opinión
Salí al tomar el aire al balcón. El cielo estaba apacible, despejado, hermoso. En el ambiente flotaba un extraño y fascinante sosiego. Me propuse observar el mar en calma y cogí unos prismáticos. Durante largo rato intenté encontrar el horizonte, pero no surgía. Ni rastro de esa línea que delimita el final de la vista. Esperé con ilusión, esperé con tristeza, esperé… Cuando me cansé de esperar, miré de nuevo. Bonita Nochebuena, me dije. Entonces, a lo lejos, divisé algo que se movía lentamente, justo debajo de las estrellas. Una luna llena, plateada y lisa, iluminaba la escena. Intenté acercar el visor y logré distinguirlo. Un montón de cabezas asomaba tímidamente y volvía a desaparecer, como si de un juego infantil se tratara. Poco a poco se fueron acercando. Eran ellos, los mismos, los que siempre lo intentaban. Saltaron al agua y ganaron la orilla. Los focosiluminaron sus rostros. Uno a uno, fueron recogidos. Les taparon con mantas y les tumbaron en la arena. Me quedé absorto, pensando en no sé qué. La llamada de María me sacó del trance. Entré en el salón y comenzamos a cenar, mientras a lo lejos se oía un villancico.