Todavía recuerdo como si fuese ayer la primera vez que la vi, atemporal, majestuosa. Se alzaba enorme, en mitad de la Île dela Cité viendo pasar el tiempo, como si los ochocientos años de historia que la contemplan no fuesen con ella. Pasaban los hombres, pasaban los siglos con sus tristezas y alegrías, sus momentos de paz (pocos) y los días de guerra (demasiados). Cambiaba la ciudad y allí estaba ella. Me refiero por supuesto a la Catedral de Notre Dame, un símbolo que trasciende a lo religioso, todo un tótem de la cultura europea, de lo que fuimos y ahora, según vayan sucediéndose los acontecimientos puede que se transforme en un reflejo de lo que queremos ser. Recuerdo que no pude evitar la atracción que siempre me han producido según que edificios (dicen que las piedras me atraen, lo acepto siempre que no sean de riñón) y por supuesto que nada más caer en París me planté ante ella. Era una tarde lluviosa, caía a mares y puede que por eso no se llegó a notar que unas inexplicables lágrimas rodaban por mis mejillas. Tiene algo (o tenía). Ese algo de los
edificios sabios que han vivido todo tipo de acontecimientos, que han ido impregnando sus paredes con miles de historias, reales o ficticias y que son capaces de transmitirlas a los que los miran con buenos ojos. Recuerdo que me pasaron por delante de su fachada los días de la Revolución, los de la toma de París en la IIGM, los duros tiempos de la inquisisión, los periodos de hambre o incluso creí ver por un momento a Quasimodo y Esmeralda saludando entre las gárgolas desde sus terrazas. Todo eso en una sola mirada, empequeñecí ante esa inmensa mole de piedra, preciosa, que se encontraba ante mí. Esa fue la primera vez que me arrancó unas lágrimas.
Hoy me ha hecho llorar de nuevo al verla en llamas como una tea. Me he sentido
¿Pero sabes una cosa? Estoy convencido de que estamos a tiempo, de que levantaremos otra vez el edificio, al igual que hicimos con el “Liceu”, al igual que la Biblioteca de Sarajevo, al igual como la democracia en la Alemania post-nacismo. Estoy seguro de que volveré a plantarme ante la fachada, un día lluvioso y que volveré a llorar de emoción. Por cierto, parece ser que el 28 de Abril va a llover, puede ser un buen día para que todos aportemos nuestro ladrillo y construyamos una fachada preciosa, con rosetones enormes y coloridos. Construyamos en el solar de Europa un nuevo futuro prometedor, con los brazos abiertos a todos.