A día de hoy, 25 años después de la tragedia, el viejo mastín familiar continúa aullando incluso tras su muerte. Como cada año, mi abuela aguarda bajo la sombra del pino negro, de polvo y amargo dolor, mientras con la boca seca sueña con una botella de anís. Antaño, recuerda, el ansia del dulce licor prometía risas y canciones. Ahora esa fantasía es solo un escape al dolor, un modo de ahogarlo.
Todavía es joven, quise decirle. Pero ella se niega a creerlo, sorda, aferrada a su mueca marchita y al disfraz negro, obligándose a envejecer.
Mientras nieva bloqueando la puerta, maldice el día que nació Jesucristo. Nunca fue creyente, y odiaba sobre todas las cosas renegar de quien no creía. Reservando el cava para celebrar la crucifixión sagrada, se le torcía el rostro en una sonrisa apática y amarga. En esos momentos deseaba creer de verdad, para así regodearse con con la satisfacción de la venganza.
Si cristo no hubiese nacido, nada de eso habría pasado. Asiento y niego sabiendo que ya no habrá remedio.
Y con la sombra del árbol chamuscado sobre su cabeza blanca, espera, espera y espera por una muerte que no sabe que hace tiempo que se ha marchado.
Texto: Euphorbias Espinosa
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