Revista España

Cenizos y cenizas

Por Vguerra

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  • «Si hablamos de necrofilia y manipulación y turismo de restos, ¿qué decimos de las reliquias? Cuerpos de santos troceados a conveniencia y repartidos con la bendición de la Iglesia»

  • LEOPOLDO TOLIVAR ALAS

30 octubre 201601:0

Igual que los comercios de disfraces exhiben en estas fechas lo más granado y terrorífico de sus existencias, haciendo incluso, hasta donde pueden, publicidad de sus caretas y vestimentas macabras, la Iglesia no ha dejado pasar la ocasión para expresar, en vísperas de las festividades de Todos los Santos y de los Fieles Difuntos, su doctrina y sus admoniciones en torno a los restos humanos.

El Vaticano, lógicamente, no se apunta a un Halloween profano y cómico, de brujas, terrores y supercherías, aunque el término aluda originariamente a la víspera de Todos los Santos. Pero tampoco es ajeno al movimiento, también económico, que se pone en marcha con las visitas masivas a los cementerios de los próximos días. La Iglesia, hasta donde sé, no se dedica a limpiar sepulturas ni a vender flores; tampoco forma parte del consorcio de transportes. Pero sí mantiene, particularmente en Asturias y Galicia, numerosos cementerios parroquiales -no municipales, por tanto- y, en no pocos templos, columbarios que acogen los restos de cremaciones o de exhumaciones de restos mineralizados.

Como ha dado cuenta, puntualmente, este diario, la Congregación para la Doctrina de la Fe, ha elaborado y difundido el documento 'Ad resurgendum cum Christo', que pretende complementar la ya añosa instrucción 'Piam et constatem', de 5 de julio de 1963 (recién fallecido Juan XXIII), en la cual se aconsejaba «vivamente» la sepultura de los cuerpos, aunque sin negar los sacramentos y funerales a aquellas personas que solicitaran que sus cuerpos fueran incinerados. Ahora, ante las prácticas que se han generalizado en los últimos años, se formula tajantemente la prohibición del esparcimiento de las cenizas «en el aire, en la tierra o en el agua», así como su conversión en recuerdos conmemorativos, incluso joyas; su conservación domiciliaria o, en fin, la división de ese polvo enamorado, en expresión de Quevedo, entre los familiares del difunto o entre los pueblos y paisajes que marcaron su vida.

Algo conozco el tema, tras más de tres décadas escribiendo sobre Derecho funerario. Y la Iglesia dio algunos giros importantes en esta materia, sobre la que ahora se vuelve, incluso con la admonición de no celebrar exequias católicas a quienes dispongan sobre el destino de sus restos, lo contrario a lo que ordena la Iglesia, que ve en algunas de estas prácticas, una suerte de panteísmo. En el caso del ciudadano que lleva a El Molinón la urna de su padre, habría que preguntarse a qué divinidad nos estaríamos refiriendo. O en la leyenda urbana de las asturianas que recibieron unas cenizas de un pariente americano y creyeron que era levadura... En fin, lo cierto históricamente es que durante el Pontificado de Pío XII, se produjo un cambio muy significativo en cuanto al concepto del cadáver con dos efectos sociales fundamentales: la bendición a la extracción de órganos para transplantes y el levantamiento de la prohibición de incinerar los restos humanos, con ciertas condiciones.

En 1957 suele fecharse este giro, propiciado, en buena parte por el 'Discurso a la Asociación Italiana de Donantes de Córnea', pronunciado por el Papa Pacelli, el 14 de mayo del año anterior. Hay, en este discurso, una afirmación jurídica de capital importancia: «El cadáver ya no es, en sentido propio, un sujeto de derechos (...) porque se halla privado de personalidad». Cuando, apenas iniciado el pontificado de Pablo VI, se expidió la citada Instrucción de 1963, autorizando las prácticas crematorias, era de dominio público que la filosofía vaticana había cambiado al respecto. Prueba de ello es que, en España, donde los cementerios fueron oficialmente católicos hasta la restauración democrática, el Reglamento de Sanidad Mortuoria, de 22 de diciembre de 1960, ya exigía a los municipios de más de un millón de habitantes el servicio de horno crematorio de cadáveres.

La Iglesia Católica, que aclaró y ratificó la Instrucción de 1963, el 25 de mayo de 1975, permite la incineración cuando con ella no se cuestiona la fe en la resurrección del cuerpo (Praenotanda del Ordo Exsequiarum, de 15 de agosto de 1969, número 15; Canon 1176.3 y Catecismo de la Iglesia Católica, de 25 de junio de 1992, 2301). Lejos quedan ya, por tanto, el Decreto vaticano Non pauci. Quoad cadaverum crematione, de 19 de mayo de 1886 y los antiguos cánones 1203 y 1240 del Codex pío-benedictino de 1917, que condenaban la incineración y negaban la sepultura eclesiástica a quienes, en vida, hubieran instado la cremación de su propio cadáver. Y ya en el pontificado de Bonifacio VIII (1294-1303) se había anatematizado la incineración.

Yo comparto, por razones ambientales y porque estoy en contra de toda necrofilia, la posición de no arrojar, especialmente a las aguas, ni cenizas ni nada que pueda degradar la calidad de aquellas. Y las casas no son panteones. Todo tiene su lugar, evidentemente. A la inversa, siempre he defendido el uso de las técnicas crematorias por razones urbanísticas de agotamiento de suelo y por los problemas jurídicos y sociales de las exhumaciones en enterramientos públicos sometidos a plazo concesional o arrendaticio. Pero no creo que sea momento de volver al anatema y negar las misas de funeral a quien desea, con romántica ingenuidad, seguir por el Naranco o a las orillas del Nora una vez muerto. El papa Francisco más bien se ha pronunciado personalmente sobre el escándalo de someter los sacramentos a precio o de aprovechar su faceta social, caso de bautismos y bodas o la sensibilidad ante un fallecimiento, para pasar inoportunamente el cepillo.

Porque si hablamos de necrofilia y manipulación y turismo de restos, ¿qué decimos de las reliquias? Cuerpos de santos troceados a conveniencia y repartidos por mil sitios, con la bendición de la Iglesia. El caso de Santa Teresa, recientemente conmemorada, invita a la sonrisa: suponiendo que Dios quisiera que su cuerpo permaneciera íntegro, ¿quiénes son los obispos y curas para despiezarlo? ¡Qué gran contradicción! Pero ya se sabe que en todos los altares hay una reliquia, sin que tampoco conste, por el testimonio de los Evangelios sinópticos, que bajo la mesa de la Última Cena, hubiera ningún muerto.

Bien está recomendar prácticas higiénicas, urbanas y sensatas que, repito, comparto plenamente. Pero ni es época de amargar en plan cenizo a la gente, ni de amenazas. Porque no está la Iglesia, con su historial en la materia, en condiciones de levantar muy alto la voz


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