“Trata los problemas como insignificantes molestias, no las insignificantes molestias como problemas”. Con esta filosofía que deberíamos ser capaces de afrontar las situaciones de cambio que requieren las organizaciones hoy en día.
Recientemente debatí en el Comité de Dirección de la empresa en la que actualmente estoy desarrollando mi labor como Interim Manager, con un responsable de cierta área sobre la idoneidad o no de las medidas que conformaban el Plan de Acción. Este directivo reclamaba la implantación de una serie de medidas con una importante dificultad técnica frente a otras basadas en el “lápiz y papel”, puramente visuales y manejables por cualquier operario de la planta.
Al margen de gastos que suponen un doble salto mortal de dudoso retorno de la inversión, ante casos como el que comento, soy de la opinión que la mejor inversión es aquella que automatiza un proceso que ha demostrado sobradamente su utilidad. Un proceso que se domina por las personas y que al automatizarlo lo que mejoramos es la eficiencia y la rapidez del proceso. La automatización por sí sola no aporta nada si no hay un ahorro, una mejora en la eficiencia del proceso.
Pero si todavía no hemos probado que el nuevo proceso pueda funcionar de una manera simple… ¿para qué queremos automatizarlo? ¿Qué necesidad hay de complicar la situación más aún? ¿Por qué deberíamos enmascarar los resultados con más variables antes de tener claro si la solución al proceso es la correcta?
Que nos complicamos la vida más de la cuenta es un hecho, es algo que sin pretenderlo, ocurre a nuestro alrededor, casi como por arte de magia. Y si no, para muestra un botón: me he permitido recopilar tres casos propios de la antología del disparate, y que en clave de humor nos permiten ver como centrarse en la solución en vez del problema, nos ahorra muchos sinsabores…
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