Cerebro, exabruptos y decir groserías

Por Davidsaparicio @Psyciencia

Maldecir siempre ha sido identificado como algo malo y como una forma del lenguaje bastante baja, agresiva y maleducada. Sin embargo, a pesar de todo, se debe admitir que es una manera muy efectiva de llamar la atención y de causar un impacto en quien escucha.

Al parecer, está relacionado con una parte muy primitiva del cerebro que regula las emociones y se comparte con muchos otros mamíferos: la amígdala cerebral. Esta estructura motiva al cerebro, agrede y es responsable de las groserías y de las malas palabras. Una explicación de ello sería que las amenazas verbales son procesadas en esta parte del cerebro, a diferencia de otras expresiones del lenguaje. Es decir, la amígdala cerebral cumple un papel a la hora de interpretar el peligro que se deriva del lenguaje (como cuando alguien amenaza a otro, lo que a menudo conlleva el uso de obscenidades). También en el cuerpo amigdalino está la capacidad de activar el estado de lucha o de huida y, entre otros, el envío de órdenes para la activación de neurotransmisores como la adrenalina.

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Según el psicólogo de Harvard Steven Pinker (2007), “maldecir activa un reflejo defensivo similar al de un animal que es herido de repente o encerrado, y que estalla en una lucha furiosa, acompañada de una vocalización violenta para asustar e intimidar al atacante”.

El resultado trae a colación una explicación tan interesante como necesaria para estas investigaciones. No es que el cerebro esté biológicamente programado para producir adrenalina cuando escucha una mala palabra, ya que de entrada esta idea se refutaría con la diferencia entre las obscenidades según el idioma, sino que el motivo estaría en el mecanismo que ayuda a aumentar la tolerancia al dolor y que sería esa respuesta emocional a través de la amígdala cerebral la que provoca las obscenidades.

Algo muy diferente son los estados de coprolalia o cacolalia (vocablo que procede del griego): quienes los padecen tienen la tendencia patológica de decir obscenidades. Las investigaciones en personas que sufren de este síndrome sugieren que su causa puede estar relacionada con una estructura cerebral más profunda: los ganglios basales.

No es que el cerebro esté biológicamente programado para producir adrenalina

Los individuos con este trastorno compulsivo son incapaces de controlarse (trastorno de desinhibición) y, por tanto, caen en múltiples problemas tanto en su vida personal como laboral. Este hábito de lenguaje obsceno compulsivo es el resultado de un mal funcionamiento de ciertos neurotransmisores del cerebro, aunque se desconoce de forma concluyente el origen de esta patología.

Por otro lado, existen trabajos en casos no patológicos dirigidos a averiguar el efecto que tienen las groserías porque son consideradas una herramienta muy poderosa en el lenguaje y la comunicación. Es digno de curiosidad creciente cómo ciertas palabras siendo tan cortas pueden causar tanto impacto y evocar sentimientos tan fuertes.

Los lingüistas han descubierto que las groserías provienen de una zona del cerebro completamente diferente de cualquier otra forma de comunicación oral. Las investigaciones demuestran que los niños comienzan a pronunciarlas cuando cumplen 6 años, o incluso antes.

Es posible que usar groserías haga parecer a alguien como maleducado y digno de poca confianza. Sin embargo, podría tener algunos beneficios sorprendentes: desde favorecer la persuasión hasta ayudar a aliviar el dolor. Asimismo, decir palabrotas involucra una parte completamente distinta del cerebro que el resto del vocabulario. También es fácil deducir que pronunciarlas incrementa la efectividad de un mensaje o lo hace mucho más concluyente.

El cerebro maneja las malas palabras de forma diferente que el lenguaje ordinario, puesto que mientras que la mayoría del lenguaje se ubica en la corteza y en áreas específicas del lenguaje en el hemisferio izquierdo del cerebro, las groserías podrían estar asociadas a un área más vieja y rudimentaria como es la amígdala cerebral.

Las personas con disfasia (afectadas por una pérdida o trastorno del habla), generalmente, presentan daño en el hemisferio izquierdo y tienen dificultades para hablar. Sin embargo, hay muchos casos registrados que pueden usar el lenguaje estereotípico de manera más fluida, es decir, pueden hacer cosas como cantar o decir groserías sin inconvenientes.

Una serie de estudios demostró cómo las palabrotas incrementan la tolerancia al dolor y, en algunos contextos, pueden ser consideradas como una forma de cortesía.

Por ejemplo, un grupo de estudiantes que repite una grosería es capaz de mantener la mano en un cubo de agua helada más tiempo que aquellos que pronuncian una palabra neutral. En el mismo experimento se puede registrar también un incremento en el ritmo cardiaco de los participantes, lo que sugiere una respuesta emocional en sí a las palabrotas.

las groserías podrían estar asociadas a un área más vieja y rudimentaria como es la amígdala cerebral

Grupos de investigadores sugieren que el tamaño del beneficio potencial que puede obtenerse de decir groserías depende de cuán grande es el tabú asociado a la palabra, lo que probablemente dependa de con cuánta frecuencia la persona fue amonestada de pequeño por decirla. Al respecto, un estudio publicado en 2013 halló que personas que habían sido castigadas más veces en la infancia tenían una respuesta de conductancia cutánea (una categoría que mide excitación fisiológica) más alta cuando leían en voz alta una lista de groserías en el laboratorio.

Las personas muy groseras han sido calificadas hace un tiempo como menos competentes y menos creíbles. Sin embargo, a través de algunas investigaciones recientes, cabe desmentir la asunción de que decir groserías es necesariamente el resultado de pertenecer a una clase baja o a una falta de educación o de fluidez en el lenguaje.

Timothy Jay y sus colegas encontraron que la tendencia a decir groserías se correlacionaba mucho más con la fluidez verbal en forma más general, y no era el resultado de tener un vocabulario deficiente. La universidad de Lancaster (2004) confirmó que aunque decir palabrotas se reduce a medida que incrementa la clase social, las clases medias altas dicen groserías en forma significativamente más frecuente que las clases medias bajas, lo que sugiere que a cierta altura de la escalera social a la gente no le importan los efectos.

De todas maneras, parece que para el cerebro las palabrotas ni siquiera son palabras, sino grumos de emoción. De hecho no están almacenadas donde se halla el resto del lenguaje, sino que se encuentran en otra área completamente distinta.

Sabemos que el lenguaje formal se encuentra en las áreas de Broca y de Wernicke. En cambio, las palabrotas, aparentemente, están almacenadas en el sistema límbico, un complejo sistema de redes neurológicas que controla y dirige las emociones.

Frente a un dolor intenso, las personas de cualquier condición, edad o cultura, por lo general, sueltan palabras y gritos que en ocasiones rayan lo soez. Investigadores de la Universidad de Keele (Reino Unido) confirmaron que, al sentir dolor y expresar en voz alta la palabra que ellas escogieran, el umbral del dolor se aumentaba de manera importante (mayor resistencia al mismo) en relación con el lenguaje soez.

Esto, dicho de manera genuina, aumenta las variables del cuerpo que actúan en el estrés, ya que al competir el dolor con mantener en el tiempo la voz o el grito, el cerebro se distrae y la sensación dolorosa tiende a disminuir. De ahí que se intervenga como una reacción natural de tipo instintivo, a veces imposible de bloquear.

parece que para el cerebro las palabrotas ni siquiera son palabras, sino grumos de emoción

Estas novedades sobre el comportamiento neurológico ayudan a explicar por qué todos los esfuerzos para erradicar los insultos a través de la historia han sido fallidos.

Prohibir palabras que en realidad están conectadas a las emociones es tan imposible como intentar prohibir las emociones en sí: conociendo la naturaleza humana, no hay chances de que eso funcione.

Estos conceptos se suelen identificar con los de ordinariez y lo grosero, aunque no deben confundirse con la totalidad del registro lingüístico vulgar, coloquial o familiar, ni con las llamadas lenguas vulgares.

Nuestro querido e inolvidable Roberto Fontanarrosa (un humorista gráfico y escritor argentino) decía al respecto:

“Obviamente no sé quién define a las palabras como malas palabras, tal vez sean como esos villanos de viejas películas, que en un principio eran buenos, pero la sociedad los hizo malos”.

Tal vez…

Artículo publicado en Asociación Educar y cedido para su publicación en Psyciencia

Imagen: Shutterstock

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