Revista Viajes
Estaban caídas las hojas en el alto verde marino del Guadarrama, montaña arriba entre pinos perennes y caducas rebollas en este invierno de luz profunda y de niebla. Este invierno ha llegado con muy poco ruido, sin cantos de cigarras ni ronquidos de nieves, en el suelo permanecen brillos de escarcha entre la caricia del sol y la sombra de la retama. Salmos de luz verde por la mañana en la falda de la montaña.
Fotografía de la cima del Cerro de Los Álamos Blancos. Así queda desvelado el misterio, sí llegamos. Las vistas son amplias, inmensas, casi como vuelo infinito.
Llegamos hasta la presa del Embalse de la Jarosa, el más pequeño de los embalses de la Comunidad situado en la amplitud de la Jarosa, bellísimo conjunto de montes y praderas con abundante melodía de arroyos. Las mañanas de inviernos son frías y los montañeros miran al claro cielo esperando que el sol brote con firmeza, están tan abrigados que no sabremos muy bien si son personas o son tortugas con caparazón de tela.
Una carretera bordea el Embalse. Para subir al Cerro de Los Álamos Blancos, caminamos por la otra que arranca con un asfalto menos vistoso, más adelante estará en algunos puntos bastante deteriorado. Enseguida encontramos unas señales verdes y blancas, frecuentemente acompañadas de puntos rojos: todo indica que seguirlas es un modo seguro de llegar al final deseado. Hoy sabemos que es un recorrido que termina en las trincheras y no lleva hasta el Cerro de los Álamos Blancos
Trincheras en el Valle de la Jarosa.
De nuestra derecha llegaban sonidos de coches de la carretera nacional seis, los motores quedaron aplacados entre el agua y las aves, quedaron ocultos entre los robles y el brillo del aire, entre la lenta calma del día que nace y el olor de los pinos que extiende sobre la tierra el invisible vuelo de algún ángel. La ruta de las trincheras está muy claramente marcada, le dedicaré otro capítulo.
Nosotros continuamos pista adelante por el camino asfaltado hasta superar la Pradera de Horcajo; justo ante nosotros baja inventando canciones el Arroyo de los Álamos Blancos que un poco más abajo pasará a llamarse Arroyo de la Jarosa, ante sus aguas a la derecha monte arriba sale una pista muy visible de tierra; por ella subimos entre los pinos, allá arriba donde parece que el cielo se va a unir con la tierra el sendero ha dejado de ser empinado y se hace sosiego y libertad de pradera y matojos al tiempo que nos lleva hacia nuestra derecha y muestra el cercano Cerro de los Álamos Blancos.
Pradera del Asiento del Roble. ¿Veis, un cuerpo por delante del palo de apoyo para el camino, una especie de senda más pisada en el verde? Lleva hasta un lugar donde se divisa un punto de tierra que es el inicio por donde se esconde el sendero.
Cruzamos la amplia pista que va y viene a nuestro encuentro a lo largo de la ruta, ante nosotros se extiende el verdor de una pradera, hemos llegado a la Pradera del Asiento del Roble. Una leve observación muestra a los montañeros el inicio de una clara senda, el monte es abierto y soleado, lugar hermoso para las vacas y los poetas.
En la Pradera de la Pinosilla, descansamos un instante para enriquecer el espíritu y conversar con los pinos centenarios y con la naturaleza entera.
Poco hemos de caminar hasta la Pradera de la Pinosilla, cerrada por una fuente y un conjunto de fornidos pinos catalogados como árboles singulares. Nos cuentan los pinos que llevan allí más de doscientos años, que han visto aumentar el número de montañeros y que se alegraron cuando vieron que subíamos cruzando el Valle de la Jarosa; son más, nos dicen los pinos robustos, los montañeros que llegan desde el Alto del León que está a un tiro de piedra y con un desnivel mucho menor. Nos dan permiso para que hagamos fotos del lugar, incluso se alegran porque de este modo ampliamos el tiempo de compañía y conversación.
Nuestra marcha continúa por un sendero mucho menos diáfano, pero contamos con la inestimable ayuda de las señales blancas y verdes a las que nos incorporamos hace algún tiempo. El sol coloca rayos de fuego viejo sobre los robles, nuestras botas pisan humedad silenciosa de hojarasca… “¡si mi alma fuera una hoja y se perdiera entre ellas!” Recitamos recordando a Juan Ramón Jiménez. La vereda es sinuosa entre pinos y robles, con alguna aglutinación de acebo. Los montañeros están embelesados y no se han dado cuenta que, tras una breve subida, han llegado al final de la senda y han alcanzado el bosquecillo de los álamos.
¡Álamos en un cerro del Guadarrama! Todo este entorno de hermosura tiene recuerdos de sangre derramada. Trincheras y restos de fortificación, construidas para la guerra.
Estamos ante una maravillosa rareza ¡álamos en un cerro del Guadarrama! ¡Álamos temblones a mil quinientos once metros de altura! Los montañeros saben que cada jornada es una sorpresa, que la tierra es una inagotable y fecunda sorpresa. Estamos entre un bosquecillo de Populus tremula como se denomina en latín (la pronunciación es esdrújula en las dos palabras de su nombre, aquí no pongo la tilde porque en latín no existe ese signo ortográfico). Son pues álamos temblones aunque conocemos el lugar como Cerro de los Álamos Blancos (Populus alba).
El grupo de montañeros da testimonio de la llegada hasta la cumbre. El paseo es de una relajada belleza. En el Cerro de Álamos Blancos reina la paz.
El lugar mantiene muchos restos de fortificaciones de la terrible guerra civil. Este lugar fue durante muchos meses “frontera” de los dos bandos. Apenas nos quedan unos metros de un empinado tramo final para llegar a la cima del Cerro de los Álamos Blancos rodeada y coronada de ruinas de guerra, con amplias vistas sobre el Embalse y el valle de la Jarosa. Hasta la cima suben pinos y robles para admirar y conversar con los álamos.
Bajamos del cerro por collados y vaguadas hasta encontrar la senda principal y volvemos al coche entre el silencio del aire y la canción variada de diferentes arroyos y sus melodías de agua.
Javier Agra.
P.D.: Según mis previsiones, escribiré otros dos capítulos de esta excursión.