Me adentré a la montaña y me enamore de la sensación de confort que transmite la naturaleza, hojas que caen y cubren ese piso de concreto que guiara mi camino hacia la cumbre. Grandes árboles a cada lado del camino que envuelven el cielo. Tengo la sensación de que me envuelven también a mí y me traslado a ese punto en el cual la naturaleza y yo somos una misma. Arboles con grandes raíces que se entrelazan eternamente, sin saber dónde empieza y donde termina; el Copey envolviendo la montaña, el suelo que camino a veces con dificultad, otras más calmada, enraizándose sin prisa pero sin pausa. Raíces que caen y que simbolizan la vida que sigue y sigue, que evoluciona, que se transforma en un árbol hermoso, que es eterno e infinito.
Amarillos, verdes, rojos, azules, colores que se repiten y que pienso que es complicado emular. La naturaleza es muy sabia. Texturas, el concreto fuerte y riguroso del piso, el musgo que se concentra en algunos árboles, de un color verde vivo, húmedo al tacto, hojas de diferentes tamaños y colores, flores grandes, pequeñas, rojas, amarillas, rugosas, lisas. Una mariposa que se posa sobre una flor y el cansancio que se posa sobre mí, pero no desfallezco. El camino, a veces recto, otras veces curvo, inclinado, empinado, difícil de caminar, me recuerda a la vida misma.
De repente, el silencio. Un silencio tranquilo, pacifico, que calma, pero no absoluto. Para mí, acostumbrada al ruido “natural” de la vida cotidiana, escuchar a la naturaleza es como estar en silencio. Sin embargo, mis oídos se van adaptando a medida que me concentro en escuchar y lo logro. Pájaros, la brisa, el viento eterno que recorre el mundo y que llega a mí para acariciarme y contarme la historia de mi vida, una vida que fácilmente se puede comparar con este camino que recorro.
Se acerca la cumbre y el sonido del viento se hace más fuerte. Me deleito escuchándolo, mientras tomo una pausa y observo las rocas destilando agua de manantial. Las rocas tienen colores oscuros, negro, grises, y dejan ver unos hilos verdes alrededor de ellos, el agua va cayendo, gota a gota, recorriéndola y dejando una especie de surcos. Hay un riachuelo y decido tomar esa agua fría, natural.
Ya cerca, escucho la risa y los suspiros de la gente que logro la meta, igual que yo, sin saber que así mismo es la vida, que muchos aceptan el reto de vivirla y van subiendo cerros como estos y otros desisten a pocos pasos.
Por fin la cumbre. A un lado La asunción y Porlamar. La primera verde, clásica, colonial. La segunda más citadina, artificial, actual. Y del otro lado Juan griego, Santa Ana, Tacarigua, pueblos artesano, pesquero, humilde. El muelle y los pescadores. Y más allá el mar, majestuoso, hermoso, con tantas tonalidades azul que una paleta de colores queda chica.
Agotada pero feliz de llegar a la meta, me acuesto en la grama. La brisa sigue aullando cual lobo a la luna, creando un eco, haciendo reverencia al cerro. Comienzo a divagar, a pensar en el recorrido sin pensar en el retorno. Siento frio. Pienso en el abismo. Me siento entre dos lugares, entre dos estados. En el medio. Llega a mi mente un pensamiento católico que hace mucho saque de mi mente: El limbo. Cierro mis ojos y escucho el ulular del viento, siento la brisa fría y sí, me siento en el limbo. Me pregunto si así será.
Regreso, ya conociendo el camino, sobre mis propios pasos. Hablo con el guardaparques y me explica que el nombre de cerro se debe a un árbol llamado El Copey, cuyas raíces se desarrollan de forma externa y van cayendo entrelazándose con sus ramas, llegando al suelo y enterrándose para crear más y más árboles. Le llaman “El Árbol que Camina, ya que sus raíces vas abriéndose paso haciendo que crezca hacia adelante. Es un espectáculo hermoso. Su fruto tiene forma de estrella con un diseño perfecto, sus puntas siempre salen en cantidades impares, y sus colores entre rojizos y amarillos como el sol caliente, con sus destellos.
El árbol y el cerro emulan a la vida. El árbol enseña que por más que estés o te sientas enterrado, enraizado a algo, puedes seguir avanzando, sus raíces me demuestran la conexión que tenemos con los demás, como el hilo invisible que une la vida de las personas y el cerro me enseño que el camino de la vida tiene altibajos, subidas, bajadas, algunas más empinadas que otras, pero lo importante esta en recorrerla saboreando cada paso, cada sudor, cada cansancio, porque lo más importante es el camino, hay muchas metas que cumplir, y muchos cerros que escalar.NOTA: “El Parque Nacional Cerro El Copey se encuentra ubicado en la región oriental de la isla de Margarita, en jurisdicción de los municipios Mariño, Arismendi, Gómez y Díaz del estado Nueva Esparta. Está formado por la mayor y más alta extensión montañosa de la isla, el macizo oriental que contiene al río Asunción, único curso de agua permanente de Margarita. Debido a su agradable clima y áreas boscosas, es visitado diariamente por los habitantes de la isla para ejercitarse y durante los fines de semana para disfrutar de su paisaje en la zona recreativa. Le debe su nombre al copey (Clusia major), una especie de árbol muy abundante en la zona.” Fuente: https://www.inparques.gob.ve/parque-nacional-cerro-copey/
NOTA 2: Este escrito lo hice hace unos años, cuando vivía en Margarita, en mi hermoso país Venezuela. Antes de emigrar. Antes del caos. Extraño mucho la isla. Espero pronto volver a tocar la arena con mis pies, sentir la brisa, bañarme en sus playas. Así sea.