Revista Opinión

Chagua

Publicado el 17 agosto 2019 por Carlosgu82

!Ahí viene Chagua la bruja! Gritaron por lo bajo el grupo de niños tratando de evitar ser escuchados por la vieja Isaura, mientras con miradas de soslayo ocultaban recelosos su temor y se escabullían lentamente buscando donde esconderse. La vieja tenía un andar acompasado de quien ha recorrido de ida y vuelta el mundo en largas y cansadas jornadas, las polvorientas y pedregosas calles conocían de memoria sus pasos, que ya le resultaban un Calvario por la avanzada edad que cargaba a la par con su eterna soledad que le pesaba más que todos los años juntos.

La gente supersticiosa contaba de Chagua cosas increíbles y extrañas, y cualquiera las creería con sólo mirar su peculiar aspecto, pues resultaba la personificación misma de las brujas de los cuentos de horror infantil: anciana con arrugas sobre las arrugas, boca totalmente desdentada que hacia más pronunciada su nariz enorme y ganchuda. Pequeña estatura y de un color de piel morena semejante al cobre sucio; regordeta, enfundada en su atuendo andrajoso que parecía otra piel encima de la suya, no se lograba distinguir el color del vestido que alguna vez llegó a tener, debido a la mugre del tizne sobre tizne a manera patina que el tiempo había tornado uniforme debido a su actividad de carbonera; en fin, todo parecía coincidir con la imagen característica de las brujas de los cuentos de terror.

Un elemento notorio eran sus enormes y mugrientos pies que de tanto andar descalza, habían desarrollado una impenetrable dureza de su piel semejando cueros viejos. A simple vista resultaba una suerte de prodigio sostener su enorme cabeza, extraño espejismo provocado por la larga melena de abundante pelo enmarañado que había renunciado hace mucho tiempo al peine, esto hacía que sus pelos parecieran de alambre entre negro cenizo que matizaba sus larga cabellera blanca y que remataba su extravagante figura.

– II –

Una vez por semana Isaura abandonaba su humilde jacal, para bajar al centro del pueblo con sus costales de carbón, para la venta, llevando terciada una lata grande para comprar petróleo; eran los tiempos en que a los pobres mínimamente les alcanzaban los centavos que ganaban para comprar petróleo, lo que era de uso común en las estufas para encender los carbones o la leña seca de sus cocinas de humo; obligado combustible de pequeños e improvisados quinqués elaborados con latas vacías de chiles que brindaban su opaca y mortecina luz, que alcanzaban a producir sus exiguas mechas de tela.

La anciana acostumbrada al trato incomodo de la gente del pueblo, no tenía necesidad de voltear a verlos para saber que el mínimo de sus movimientos era observado sin disimulo. Habituada entonces y sin opción alguna a las miradas inquisitivas que al principio de los tiempos la hicieron sentirse bicho raro, obligándola a devolvérselas con los ojos inyectados de ira; misma que los parroquianos interpretaron para siempre, como la manifestación del mismo Demonio quien parecía mirarlos desde la profundidad llameante del infierno. Frente a este insulto constante hacía tiempo que había adoptado una salida airosa prefiriendo ahuyentarlos, poniendo en juego una serie de cosas que siempre resultaban como lo esperaba, así pues, comenzaba emitiendo pequeños gruñidos murmurando palabras extrañas mientras realizaba algunos movimientos a manera de conjuro, y rematábalos con frases que sabía llenaban de miedo a cualquiera que la viera ejecutar su danza macabra, mientras seguía su camino:

–¡Divino Señor de las tinieblas, castiga sus miradas!, ¡manda a que le salga una bola del tamaño del bocio en su cuello, por entrometido! ¡Que los perros de ojos de fuego los arrastren entre sus hocicos hasta el mismísimo infierno!–

Continuando su retahíla se iba alejando de aquellos que dejaba como estatuas de sal, clavados al piso con el terror dibujado en sus rostros; la gente tomó como costumbre protectora santiguarse intentando romper cualquier maleficio dirigido contra su alma y su cuerpo. Por esa indiscutible razón nadie se atrevía a cruzar palabra con ella por el temor a padecer las consecuencias de un maleficio.

– III –

Resultaba inevitable desatender las extrañas cosas que alrededor de su enigmática existencia contaban a manera de leyenda, por ejemplo, que se trataba de una poderosa bruja y hechicera, a la que había que evitar a toda costa, para no poner en riesgo la vida. Y pensar que todo se reducía al hecho de vivir sola en una casuca de carrizo con techo de cartón, cuyas desvencijadas paredes descansaban literalmente en la barda del panteón, que se ubicaba al final del camino empinado donde terminaba el cerro que parecía haber perdido el cono, dando paso a un plano que desde la parte baja donde se asentaban las casas del pueblo, daba la apariencia de la cabeza trunca de un gigante, coronada por las cruces de las capillas que al pardear el día recortaban sus siluetas en el horizonte, otorgando un tono sombrío como si se tratara de la estampa de una película de terror, sobre todo al saber que ahí estaban los límites del pueblo, sitio donde comenzaba el sórdido camino del llano que se extendía hasta el pueblo vecino.

Cada detalle se conjugaba acrecentando las falsas ideas oscurantistas de la gente, que en todo suceso veía la irrebatible presencia del Demonio, al que sólo podía vencer su fe religiosa, como repetía a menudo el padre Sabas en sus sermones dominicales, donde mostraba sus dotes de histrión dibujando con sus grandes manos y describiendo en los aires las escenas apocalípticas que mantenían aterrorizados con el castigo divino a la gente incauta. Todos por igual se rendían al temor, vivían aterrados, respetuosos del orden divino, pero más temerosos del castigo; y como al perro más flaco se le cargan las pulgas, sus más abyectos pensamientos comenzaron a dirigirse a la solitaria anciana.

Lo que más repetía la gente era que por las noches Isaura penetraba por una puerta secreta, que se abría mágicamente en la parte de la barda del interior de su choza –misma que desaparecía con la luz del día–, y entonces se le podía ver vagabundeando entre tumbas, extrayendo huesos, uñas y pelo de los despojos humanos, luego de remover las tapas de los ataúdes casi desechos por el tiempo; y que al regresar lo molía con otros tantos menjurjes para luego mezclarlos en su caldero que ardía la noche entera para obtener sus poderosas pócimas. Así era el macabro cuadro que se hacía de la anciana, de tal suerte que todo aquel que la veía entraba en shock, paralizándose por un instante de un miedo abrazador.

Solía contarse que en cierta ocasión un fuereño a caballo se la topo al cruzar la calle terrosa una noche de luna llena, molesto por haber encabritado a su corcel, que estuvo a punto de tirarlo en el relinchido, por lo que se atrevió a gritar lo que sentenció su propia muerte:

– ¡vieja bruja! fíjate por donde caminas, espantaste a mi caballo.

Jinete y cabalgadura amanecieron muertos a la mitad del camino, aunque todos sabían de sobra que había sido producto de una tromba que sin aviso se soltara en medio de la noche, y que el fuereño desconociendo el camino se aventuró buscando amparo entre árboles de oyamel, una falta grave para quien desconoce las leyes de la montaña, pues resulta una clara invitación a morir calcinado por un rayo. Así pasó con el infortunado, quien “merito” se fue a poner debajo del árbol escogido por la tormenta para la descarga; remataban los cronistas de la desgracia:

–Ahí quedaron jinete y bestia bien “tatemados”, reducidos ambos al tamaño de bultitos negros por la acción de la descarga.

Fieles a sus empecinadas supersticiones, la gente en acuerdo general culparon a la anciana diciendo por lo bajo:

– ¡Así se cobra Chagua la ofensa!

Mientras que otros iban más lejos sentenciando:

–Eso únicamente son capaces de hacerlo los empautados quienes caminan en el mundo de la mano con el “maligno”, que los protege debido al irrenunciable pacto de cobrarse tomando su alma al final de su vida.

Reiteraban su protección santiguándose, mientras las mujeres se “terciaban” el rebozo cubriendo su rostro, como sí con ello conservaran el anonimato evitando ser reconocidas. Mientras los varones se limitaban a descubrirse la cabeza y levantar el sombrero en signo de respeto al divino y esperando la gracia de su protección, para sumirse luego en un pesado silencio.

– IV –

Un inesperado día Isaura no apareció más, la primera reacción fue de sorpresa, pasando luego a la alegría y finalmente se transformó en alarma, si bien su imagen les causaba miedo, no podían negar que en su paisaje cotidiano la echaban de menos, sentían que les hacía falta su presencia pues formaba parte indisoluble de su existencia. Nadie por supuesto se atrevió a desafiar su propio temor y aventurarse a acercarse al jacal; temiendo ser víctima de su ira, pudiendo ser alcanzados por un hechizo, o lo peor, con una maldición que se extendería a sus descendientes. Prefirieron entonces dejar al padre tiempo la solución al enigma, que carcomía su curiosidad pero era más grande su miedo. Transcurrieron los días que luego sumaron semanas sin que nadie pudiera ofrecer detalles precisos de su situación. Acostumbrados como estaban a formular historias supersticiosas, comenzó a circular el rumor en el que se resolvía el motivo de su inesperada desaparición:

Samuel el borracho empedernido del pueblo refería que embrutecido por los humos del alcohol, se había quedado transido, tirado y sin saberlo, muy próximo a la casuca de Chagua; a deshoras de la noche cuando creía encontrarse en medio de otra pesadilla de las que a menudo padecía; al encontrarse en el transe de la cruda que lo hacía recordar del sueño, al ver y escuchar que le hablaban monstruosas figuras producto de su alocada imaginación, despertando de súbito pudo contemplar una espeluznante carroza negra como la noche misma, tirada por cuatro briosos corceles del mismo color que despedían llamas de sus ojos encendidas como ascuas de un gran brasero, mientras que de sus narices les salían humo cuando bufaban su rabia infernal.

Chagua se encontraba ataviada con un vestido de fiesta del mismo color que la carroza y los corceles, y esperaba al pie de la verja del panteón abierta extrañamente de par en par, su pelo flotaba movida por una fuerza poderosa. Samuel sentía que le faltaba el aire y tenía imposibilidad de tragar saliva, al observar la carroza deteniéndose justo al pie de una Chagua extrañamente transformada en una joven esbelta y muy bella, que extendía su delgada mano hacia la portezuela que se abría lentamente, para dejar salir a un catrín de traje rojo y fistol negro engarzado de relucientes joyas de color rojo fuego, quemantes con sólo mirarlas.

El apuesto caballero en un gesto de cortesía ya en desuso, se descubría la cabeza, mientras se inclinaba realizaba exagerada caravana, llevando en ristre su chistera purpúrea, al tiempo en que la invitaba a subir a la carroza. Ambos subieron y los caballos despegaron al escuchar el látigo de un cochero invisible, levantaron en un solo repentino relincho sus coces despegándolos del suelo, emprendiendo su marcha y arrastrando la liviana carroza como si de una pluma se tratase. Describieron un amplio circulo, como si fueran atraídos por la fuerza de un remolino, para luego girar en redondo, y fue que en una de esas vueltas pasaron junto a Samuel que tuvo muy de cerca de su rostro, la ventanilla en la que se distinguía en el fondo a Chagua abrazada del caballero, quien volvió su rostro y clavó sus ojos de fuego en los suyos, que lo hicieron desmayar desconectándose de este mundo.

Al aparecer las luces de la mañana Samuel se despertó con sobresalto y de inmediato pensó que todo había sido una horrible pesadilla, resultado de la cantidad de alcohol ingerida a lo largo de varias semanas. Se incorporó como pudo y notó con horror que se encontraba justo en el lugar del horrible sueño, notó que la reja del panteón, efectivamente se encontraba abierta de par en par, cosa extraña porque Benito el viejo enterrador nunca olvidaría su obligación de cerrarla pasando la cadena y cerrando el candado como si con ello evitara la fuga en desbandada de los muertos. Dando los primeros pasos para alejarse del sitio, sus ojos tropezaron con la puerta abierta de la casuca de Chagua, por la que se lograba distinguir su regordeta figura de espalda sentada en su vieja poltrona de madera, donde parecía descansar de su paseo nocturno; y antes de que tuviera tiempo de girar para verlo, a los pies de Samuel parecieron surgirles alas, y sin parar literalmente voló directo al pueblo.

Lo primero que se le ocurrió, fue contarlo a don Nicanor quien estaba corriendo a los últimos borrachos de su cantina que había permanecido toda la noche abierta, quien al verlo demudado, no pudo más que socorrerlo con una copita de anís del mono para que pudiera sacudirse el susto. Han pasado tres semanas del suceso sin que Samuel ponga un pie en la calle socorrido por los parroquianos que le invitan la juerga. Nada tiene de samaritano su acción, movidos por la curiosidad por escuchar de sus propios labios el relato vivencial de la bruja Chagua “ennoviada” con el mismísimo Demonio, razón por la cual ya no baja al pueblo.

– V –

Al paso de los años surgieron muchas y novedosas versiones a las que se sumaron aspectos muy distintos a lo narrado originalmente por Samuel, quien por cierto murió de congestión alcohólica poco tiempo después del suceso; aunque la gente alegaba que se trataba de la venganza de Chagua, quien le pidió a su novio el Demonio castigarlo con la muerte. Después de morir Samuel, nadie tuvo el valor de acercarse a la choza que se fue derrumbando con el paso del tiempo y por la intromisión de los chivos y vacas, que sin temor entraban y salían hasta que se vino abajo sobre las cosas que había su interior.

Si el pueblo hubiera contado con un solo atrevido y curioso, ni siquiera digamos valiente, que venciendo el temor se acercara a husmear entre los restos, habría notado los huesos de la anciana, quien había encontrado finalmente la paz de una vida de tormentos, sentada en su poltrona donde espero con paciencia la visita de la muerte.


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