La primera pregunta que le hice a ChatGPT es si consideraba que su tecnología estaba vulnerando los derechos de autoría, al dar respuestas basadas en informaciones preexistentes que sí han sido creadas por personas. Me respondió con evasivas, con que solo se trata de un modelo de inteligencia artificial y que la responsabilidad del uso de sus respuestas es de sus usuarios. Luego le pregunté si me podía dar todas y cada una de las referencias bibliográficas de sus respuestas y me respondió, literalmente, que solo algunas.
Por un momento caí en la ilusión de estar dialogando con una persona, tal es el poder hipnótico de este tipo de herramientas. Pero no, no es una inteligencia, es algo asombroso pero más simple: el producto de una corporación con ánimo de lucro basado en un poder de computación impresionante y que responde por pura estadística: une palabras por el mero hecho de que ha sido capaz de identificar patrones de secuencias en que van unidas en contextos semejantes. Es un oráculo que no razona sino que vomita pura probabilidad.
Ese tipo de sistemas de procesamiento de datos, que llevan tiempo con nosotros, pueden ser terriblemente buenos o terriblemente malos. Un ejemplo de lo primero: alimentar uno de estos modelos con la más sólida y actualizada evidencia científica médica ayudaría a los profesionales de la medicina a dar a una persona de carne y hueso un diagnóstico lo más certero posible y un tratamiento con todo el peso de la evidencia disponible. Ejemplo de lo segundo: ver a nuestro alcalde en un vídeo borracho y escupiendo a la cara a un adolescente sin saber que ese vídeo tan realista en que al alcalde se le ve y se le oye ("es que es él")... es falso. Es posible lo uno y lo otro.
Qué nos queda ante ello. Lo que no les suele gustar a las corporaciones que se hallan en el frenesí de un negocio con tanta capacidad de poder: regulación pública. Es una obligación de las democracias extremar las leyes sobre la privacidad, el uso de los datos personales, las aplicaciones y las responsabilidades de las entidades dueñas de estas herramientas (la UE está trabajando en un borrador y ya se han puesto de manifiesto muchas presiones, mientras que en EE.UU., en unas recientes declaraciones un tanto extrañas, uno de los dueños de ChatGPT alertaba de los riesgos de este tipo de tecnología; supongo que le encantaría que le encargasen a su organización el borrador de la legislación que debería aplicarse).
En fin, todo lo que se dice es cierto: hay y habrá muchas personas cuyos servicios de trabajo sobrarán; paradójicamente, los creativos y de "cuello blanco" (oficina, administrativos, ejecutivos...) están en el ojo del huracán; en tanto que los de "cuello azul" (industrias, fábricas, talleres...) parece que pueden resistir mejor el envite de la sustitución tecnológica. Otros trabajos se reinventarán y se llevarán a cabo con el apoyo de dicha tecnología, igual que desde hace tiempo no se conciben mil desempeños profesionales sin una conexión a internet. Vale.
Pero que los árboles nos permitan ver el bosque. La pelota está en el tejado de las democracias y de las personas que nos gobiernan, a quienes (por suerte en esta parte del mundo) votamos personas como usted y como yo.
Desde que Darwin alumbró la sólidamente confirmada teoría de la evolución, los dioses creadores del universo humano murieron para siempre y nos quedamos aterrados sabiendo que compartimos más del 90% de nuestro genoma con la mosca de la fruta. Sin embargo, en ese pequeño porcentaje que nos hace distintos se halla el secreto de una de las fuerzas del alumbramiento de la cultura humana: la capacidad de cooperación y socialización y la creación de una moral (somos, en general, hijos de gente buena y sociable; de gente a la que avergüenza y le remuerde la conciencia hacer mal a su prójimo).
La ciencia corrobora que los hoscos y los brutos, los egoístas y los malvados, en general, no nos trajeron aquí. El envite de la sedicente inteligencia artificial es un buen momento para honrar a nuestros ancestros, para poner por delante lo que somos.