[COLUMNA PUBLICADA ORIGINALMENTE EN LA EDICIÓN BOGOTÁ DEL 7 DE MARZO DE 2013 EN EL DIARIO PUBLIMETRO. ESTA VERSIÓN DEL BLOG ES UN POCO MÁS LARGA]
El trono está vacío. Ese fantasma de ‘la silla vacía’ se siente con todo el peso de sus pasos ante la muerte del más genuino caudillo que ha labrado en piedra una reputación mesiánica en las últimas dos décadas en Latinoamérica.
Con la muerte de Hugo Chávez no murió un presidente, sino que se desató un mar de incertidumbre. Es un asunto de Estado que tiene honduras más complejas que no me detendré a analizar, así como los caminos legales para su sucesión constitucional.
La sucesión que me interesa es la del poder simbólico. Chávez forjó gran parte de su poder político en el poder de los signos, de las señales evidentes de su megalomanía. Sublimó en la figura de Simón Bolívar toda su ambición. Probablemente siempre existió en Chávez, un interés legítimo y real de unir a los pueblos latinoamericanos y para ello hizo de Bolívar, su Caballo de Troya con el que su discurso pudiese entrar en la mente y en el corazón de los venezolanos.
Pero a propósito de sucesiones, la otra tensión se dará en el plano internacional. Mientras el Vaticano se apresta para decidir un sucesor de Benedicto XVI, otro Cónclave invisible podría preguntarse en su seno quién podría encabezar el liderazgo regional de la izquierda que labró Chávez en todo el continente, a punta de labio y petróleo.
Su mayor fortaleza, hacer creer que sin él no podría existir un presente ni un futuro para su país, hoy se convierte en una de las principales amenazas para la supervivencia de la Revolución Bolivariana. No se ve un clarísimo sucesor dentro de Venezuela que recoja el sentir Chavista. A pesar de que hoy retumba el nombre de Nicolás Maduro como heredero natural del Comandante, se nota el afán por imponerlo, por inocular la idea de que nadie más que él para reemplazarlo. Tanto el oficialismo Chavista, que ha construido una nueva aristocracia de camuflado, como la frágil oposición que sueña con el cambio, se ven atomizados, dispersos.
Sin embargo, el aceitado aparato político que ha construido en 14 años en el poder, más otros desde la beligerancia en las filas del Ejército, lograron que la imagen elevada casi a nivel de deidad pagana por las bases populares pusieran a Chávez en un sitial comparable al Peronismo argentino que ha perdurado por décadas, aún sin el General y sin Evita.
Los ritos de domingo como con sermones interminables pretendían hacer de cada sesión una elegía al Líder, una ceremonia de legitimación del poder. La evocación constante del origen pobre le permitía conectarse con el sueño del más humilde de sus seguidores y como todo líder en momentos de flaqueza para gobernar, el enemigo externo siempre es susceptible de convertirse en una causa nacional.
¿El legado podrá endosarse como un cheque al sucesor que quiera el Régimen? El poder político es una consecuencia con suerte de accidente si se hereda el poder simbólico. No bastará con vestirse “de rojo, rojito” o con cantar joropos en las alocuciones presidenciales. En Chávez, el poder de los símbolos se aderezaba con el dulce de la leche regalada y con el vinagre hacia el imperialismo.
La imagen de Chávez aparecerá en los afiches de cientos de manifestaciones callejeras por décadas y competirá con el grabado basado en la foto que Korda le tomó al Che Guevara, aparecerá tanto que paradójicamente el símbolo podría perder la grandeza de su significado.
Nota: Cuando se escribieron estas líneas, aún no se conocía la decisión de embalsamar el cuerpo de Chávez no de dejarlo 7 días más en Cámara Ardiente, hechos que sin duda refuerzan la tesis del deseo por legitimar a la fuerza la figura épica del Comandante.
Nota relacionada: El Día que conocí a Chávez (2007)