Por Luis Toledo Sande
Quizás a muchas personas les causó asombro el momento en que, a finales de 1994, el teniente Hugo Chávez fue recibido en La Habana con altos honores por el líder histórico de la Revolución Cubana, Fidel Castro. Meses atrás el visitante venezolano, desconocido o escasamente conocido entonces en Cuba, había salido de la prisión que le costó el haber encabezado una rebelión contra la podrida política oficial campeante en su país. Pero aquel recibimiento, inseparable de la perspectiva de un anfitrión hecho a ver como zahorí en la trama de la política y las relaciones internacionales, marcó un punto ostensible en la trayectoria del comandante presidente que acaba de morir, cuando había alcanzado estatura continental, de alcance planetario incluso.
En esa trayectoria creció ante sus contemporáneos, y no errará quien augure que seguirá creciendo en significación histórica, una de las figuras de la política revolucionaria latinoamericana más productivas en los dos lustros finales del siglo XX y lo que va del XXI. Su última batalla se la ganó la muerte, pero él legó un ejemplo de entereza en el afán de mantenerse vivo al servicio del proyecto justiciero que había abrazado. En ese ideal sus continuadores tienen ahora camino que recorrer, desafíos y peligros que vencer, dignidad y hermosuras creadoras que seguir protagonizando. Por mucho y muy justamente que se admire y se alabe al revolucionario que ha muerto, ningún homenaje será más digno de su memoria que el mantener vivos y en realización ininterrumpida los empeños a los cuales él se entregó tesoneramente y con clara voluntad de superación.
Otros tuvieron desde sus primeros pasos una instrucción que los preparó para hacer un mejor uso de las armas del pensamiento, y su mérito más alto estuvo en haber sabido utilizarlas al servicio de las mejores causas. A Chávez, formado en el fogueo de la vida cotidiana ante desafíos que lo pusieron a prueba una y otra vez, y frente a los cuales no siempre podría reaccionar con gestos de salón, se le veían aquí y allá las huellas de su extracción popular. Tal vez esa fue una de las causas —no la única seguramente, pero sí una de ellas— de que, a diferencia de lo ocurrido en otros lares, como en la Cuba revolucionaria, desde el inicio el proyecto bolivariano no tuviera en la intelectualidad nacional una acogida mayoritaria, a la altura de la que merecía recibir.
Sería injusto ignorar que tuvo de su lado incontables intelectuales. Los tuvo, sí; pero incluso no pocos de aquellos que le daban y dan su apoyo resuelto han reconocido en distintos momentos la atmósfera de aprensiones y rechazos que en algunos círculos asomaba con respecto a la figura de Chávez. En la Feria del Libro Universitario Mérida 2000, cuando la ola bolivariana crecía con Chávez en el centro —el año anterior había llegado a la presidencia del país—, un debate sostenido en un salón del recinto evidenciaba que era predominante el apoyo a esa ola, pero a menudo el respaldo se apreciaba junto con señales de desconfianza hacia un líder en quien algunos echaban de menos, y le reclamaban, una fineza más notoria. Sería ingenuo desconocer el papel que en el cultivo de esa imagen tuvieron también los medios de “información” enemigos, que a la larga se estrellaron contra el crecimiento del líder.
Un escritor cubano presente en el debate guardaba silencio, preocupado por la inclinación internacional a confundir el criterio de una persona cubana con un pronunciamiento oficial de su país; y pronto un participante del patio le dio la razón: quiso saber “cómo se pensaba sobre el tema desde Cuba”. El interrogado respondió: “Puedo decir cómo yo lo veo. Una valoración en nombre de mi país habría que buscarla. Pero, si quieren una revolución perfecta, y dirigida por seres perfectos, tendrán que ir a hacerla en el cielo, con ángeles y arcángeles, y esos no están en la tierra”. Lo demás, pudo haber añadido, radica en la resolución y el acierto del pueblo y sus instituciones para impedir que los defectos individuales corroan la revolución.
Fue en la tierra, particularmente en su pueblo venezolano, pero con una ejemplar tesitura latinoamericanista, hija de Bolívar y de Martí, donde Chávez se propuso encabezar una obra terrenal que puede valorarse justamente por sus resultados, y, en primer lugar, por sus beneficiarios principales. A emigrantes venezolanos que en los primeros años de la avanzada bolivariana viajaron a otras tierras cargando el odio contra Chávez, una trabajadora, no venezolana y poco informada sobre lo que sucedía en Venezuela, les preguntó por qué él ganaba las elecciones si era tan malo, y uno de aquellos emigrantes le respondió: “Imagínate, votan por él los pobres”. La trabajadora no vaciló en responder: “Entonces yo tengo que votar también por él”.
Ese es el núcleo cultural del proyecto encabezado por Chávez: una transformación dirigida a hacer justicia a las mayorías que se veían privadas de ella. No se trata de negar el significado de acciones concretas como las destinadas a extender la enseñanza entre los sectores poblacionales que no habían podido disfrutar de ese bien mayor, mientras él mismo crecía como dirigente por su voluntad de luchar y aprender, sin renunciar a su impronta de hombre de pueblo, de la cual tenía derecho a sentirse orgulloso. Pero en la Venezuela bolivariana los planes educacionales, como los desplegados al servicio de la salud del pueblo en general, y especialmente de los más necesitados —con lo que a tantos enfermos se ha curado y a tantos ciegos se les ha dado o devuelto la vista—, son parte de la labor abarcadora que ha dado al proyecto bolivariano legitimidad de revolución.
Todo ello se vincula orgánicamente con la forma como la dirección venezolana ha asumido los retos de la información en un entorno donde el gobierno revolucionario se ha caracterizado, quizás como ningún otro en la historia, por tener que enfrentar, y hacerlo diariamente bien, la avalancha desinformadora, calumniosa, de los medios enemigos. La Revolución Bolivariana ha tenido por divisa el empeño de ofrecer una información cada vez más clara y amplia.
Lo demostró concretamente con el plan de hacer masiva y gratuita la televisión digital, con asistencia dirigida a los más pobres para facilitarles el acceso a su disfrute. Y lo está demostrando ejemplarmente en medio del dolor y los peligros que representa la muerte del revolucionario que, para rabia de opresores, puso a Venezuela en los primeros planos de la política y el interés informativo en el mundo, y que —en el camino allanado por la Revolución Cubana— ha contribuido a fortalecer e institucionalizar, como nunca antes en la historia, la unidad de nuestra América frente al imperialismo.
El telúrico dirigente venezolano contribuyó decisivamente a la fundación del ALBA, golpe demoledor contra los designios imperiales. Fue el líder que reconoció, para serle fiel, la estirpe histórica y revolucionaria en la cual supo ocupar un sitio de vanguardia junto a su hermano Fidel. Como otros hijos e hijas de nuestra América, interesada en marchar en concordia y dignidad con todos los demás pueblos del mundo, vio que el ALBA, Alianza Bolivariana para las Américas, es también la Alianza Martiana, el ALMA.
Por sus aciertos, no por los defectos que le atribuían los medios dominantes para denigrarlo, Chávez suscitó que un monarca heredero del fascismo cometiera un desplante: el monarca lo mandó a callarse, y con ello dio ante el mundo una muestra más de la arrogancia y la desfachatez con que piensan y actúan quienes desconocen la dignidad de los pueblos y sus verdaderos representantes. Pero Chávez no se calló entonces, ni se callará a partir de ahora la voz de su ejemplo.
Fuente Cubarte