Los discursos de Hugo Chávez traían el recuerdo de una castiza Latinoamérica cinematográfica en blanco y negro, de engominados galanes de habla sugestiva, mirada poseedora, boleros cantados al oído, falsas promesas y pistolón al cinto.
Discurso incendiario que volvía a creer tanta gente tras cien desengaños con seductores
parecidos. El líder político o el amante sacaba así lo que deseaba, riquezas o virginidades, para largarse mientras ofrecía el realismo mágico de los amaneceres tropicales. Por eso era tan fascinante la fallecida María Félix: era un macho así, pero en mujer.
Esta artística actuación logró que, a pesar de su golpe de estado fracasado de 1992, Hugo Chávez fuera democráticamente elegido presidente de Venezuela seis años después.
El ya expresidente es un ejemplo más de la “enfermedad latinoamericana”, que es ese casticismo que diplomáticos, periodistas, sicólogos argentinos y economistas no consiguen explicar.
Porque es difícil de analizar qué produce la digestión de mitos indios, mestizos y europeos mezclados con el clima, la alimentación, el deseo de sobrevivir con el mínimo esfuerzo, las riquezas naturales, el idealismo, las ensoñaciones, la pasión, la fiesta, el alcohol, la violencia, la corrupción, los bancos corruptores, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial.
La pregunta no es cómo perdió Chávez la presidencia, sino cómo pudo llegar a ella: sus admiradores dicen que por su buena casta, porque simbolizaba un pueblo parecido a él, aunque para sus detractores no era más otro de los castizos espadones caribeños.