Revista Cultura y Ocio

Chesil Beach - Ian McEwan

Publicado el 31 octubre 2022 por Elpajaroverde
"Eran jóvenes, instruidos y vírgenes aquella noche, la de su boda, y vivían en un tiempo en que la conversación sobre dificultades sexuales era claramente imposible. Pero nunca es fácil. Acababan de sentarse a cenar en una sala diminuta en el primer piso de una posada georgiana. En la habitación contigua, visible a través de la puerta abierta, había una cama de cuatro columnas, bastante estrecha, cuyo cobertor era de un blanco inmaculado y de una tersura asombrosa, como alisado por una mano no humana".

Este es el principio del libro que os traigo hoy. Este debería de ser el principio de la historia que nos cuenta ese libro, pero no lo es. Todo empieza siempre antes del momento en que acontece. Así, podría decirse que esta historia comienza aproximadamente un año antes, cuando Edward y Florence se conocen. O podríamos pensar que en realidad comienza hace algunos años más -Edward criándose en una familia de clase media baja: la madre la mayor parte del tiempo con la mente perdida, el padre ocupándose de los hijos el tiempo que le deja su trabajo de director de escuela y desocupándose de la casa; Florence creciendo en una familia de clase media alta: el padre un ufano y exitoso hombre de negocios, la madre desapegada y absorta en sus ideas políticas-. O también cabría la posibilidad de que la semilla que engendra esta historia se hubiera sembrado décadas atrás, con una participación en una Segunda Guerra Mundial cuyo final supuso el inicio del declive de una potencia entonces poderosa. "Cada año el imperio se encogía a medida que otros países conquistaban su legítima independencia. Ahora casi ya no les quedaba nada y el mundo pertenecía a los norteamericanos y a los rusos. Gran Bretaña, Inglaterra, era una potencia menor: decirlo producía cierto placer blasfemo". Así lo sienten los jóvenes que pertenecen a la generación de Edward y Florence. Los mayores, lo que vivieron y participaron en esa guerra, se resisten aún a asumir que "la insignificancia fuera la recompensa de tantos sacrificios". Los hijos de esos veteranos, en cambio, contemplan el presente sin revisar al pasado y miran hacia el futuro con esperanza. Los jóvenes como "Edward y Florence compartían la sensación de que algún día cercano el país cambiaría a mejor, de que las energías juveniles pugnaban por salir, como vapor sometido a presión, mezcladas con la emoción de su propia aventura juntos".

Chesil Beach - Ian McEwan

Es 1962 el año en que Edward y Florence inician su aventura juntos. Tienen veintidós años y están enamorados. Se han casado pocas horas antes de esa noche en la que cenan con vistas a Chesil Beach y echan, entre tímidos y nerviosos, disimuladas miradas a la cama que asoma tras la puerta de la habitación contigua. Son jóvenes, instruidos y vírgenes, pero su instrucción no atañe al campo de la sexualidad y la falta de experiencia no ayuda. Apenas quedan unos pocos años para lo que se conocerá como la revolución sexual, pero, de momento, "era todavía la época -concluiría más adelante, en aquel famoso decenio- en que ser joven era un obstáculo social, un signo de insignificancia, un estado algo vergonzoso cuya curación iniciaba el matrimonio. Casi desconocidos, se hallaban extrañamente juntos en una nueva cumbre de la existencia, jubilosos de que su nueva situación prometiera liberarles de la juventud interminable: ¡Edward y Florence, libres por fin!" Edward y Florence aún ignorantes de que la libertad nunca es fácil de conquistar y aún lo suficientemente torpes como para no saber muy bien cómo manejar esa llave del matrimonio que les acaban de entregar y que abre una puerta que tal vez conduzca a un lugar diferente al que imaginan.

Edward se ha pasado el noviazgo haciendo equilibrios entre la paciencia y la impaciencia. "No había ambigüedad: para tener relaciones sexuales [...] tenías que casarte [...]". Y se casa, aunque siendo justos con Edward hay que decir que quiere a Florence, pero, siendo sinceros, hay que añadir que está deseoso de ser adulto, instruido y, especialmente, no virgen. Se muestra cauto, atento con su flamante esposa y profundamente inquieto por que todo salga bien.

Florence, en cambio, se ha pasado el año anterior a la boda haciendo otro tipo de equilibrio. Comprende el deseo de su novio, pero responde con una especie de rechazo pasivo. Cede milimétricamente a los intentos de Edward por ir más allá de besos y toqueteos, pero "cruzara la frontera que cruzase, siempre había otra nueva esperándola. Cada concesión que hacía aumentaba la exigencia, y luego el desencanto". Su actitud no es simple pose por mantenerse casta y pura hasta el matrimonio, y el estado en el que llega a su noche de bodas no son simples nervios ante lo que está por suceder, ni siquiera el lógico miedo de una mujer virgen ante lo que significa esa "palabra que sólo le sugería dolor, carne abierta por un cuchillo: "penetración"". Lo que le ocurre a Florence es que no se ha despertado en ella el deseo sexual. Ama a Edward y aspira a complacerle. Como reciente esposa, alienta a su marido, pues piensa que ese es su deber, pero a la vez no puede evitar sentir aversión por todo lo que tiene que ver con el acto sexual. Para que os hagáis una idea, así vive Florence un beso con lengua:

"Cuando se besaron ella sintió su lengua inmediatamente, tensada y fuerte, pasando entre sus dientes, como un matón que se abre camino en un recinto. Penetrándola. La lengua se le encogió y retrocedió con una repulsión instantánea, dejando aún más espacio para Edward. Él sabía bien que a ella no le gustaba aquel tipo de beso, y hasta entonces nunca había sido tan brioso. Con los labios firmemente prensados contra los de ella, sondeó el suelo carnoso de su boca y luego se infiltró en los dientes del maxilar inferior, hasta el hueco donde tres años antes le habían extraído con anestesia general una muela del juicio que había crecido torcida. Era la cavidad donde la lengua de Florence solía adentrarse cuando estaba abstraída. Por asociación, era más parecida a una idea que a un lugar, era más un nicho privado e imaginario que un vacío en la encía, y se le hizo extraño que otra lengua también entrase allí. Era la punta afilada y dura de aquel músculo ajeno, temblorosamente vivo, lo que la repugnaba. Él le apretaba la palma de la mano izquierda encima de los omoplatos, justo debajo del cuello, y le inclinaba la cabeza hacia la de él. La claustrofobia y la asfixia de Florence crecieron cuando más determinada estaba a evitar a toda costa ofenderle. Él estaba debajo de su lengua, se la empujaba contra el velo del paladar y después encima, aplastándola, para luego deslizarse con suavidad sobre los lados y alrededor, como si creyera que podría hacerle un nudo sencillo. Quería que la lengua de Florence realizase alguna actividad propia, engatusarla para que formasen un horripilante dúo mudo, pero ella sólo acertaba a encogerse y concentrarse en no forcejear, contener las arcadas, no sucumbir al pánico. Tuvo el pensamiento disparatado de que si vomitaba dentro de la boca de Edward el matrimonio quedaría disuelto allí mismo y ella tendría que volver a su casa y explicárselo a sus padres. Ella entendía perfectamente que aquel contacto de lenguas, aquella penetración, no era sino un ensayo en pequeña escala, un tableau vivant ritual, de lo que se avecinaba, como un prólogo antes de una vieja obra de teatro que cuenta todo lo que debe ocurrir".

Un prólogo tal no augura precisamente una representación teatral exitosa. Esa libertad que Florence se prometía alcanzar al llegar a la edad adulta y atravesar la puerta del matrimonio se ha convertido en una especie de cárcel. "Al decidir casarse, había dado su consentimiento a exactamente aquello. Había convenido en que era correcto hacerlo y que se lo hicieran. Cuando ella y Edward y los padres de ambos habían entrado en la lúgubre sacristía, después de la ceremonia, para firmar el registro, era en aquello en lo que habían puesto sus nombres, y si a ella no le gustaba, era la única responsable, pues todas sus elecciones del año anterior se iban estrechando hacia esto, y toda la culpa era suya". "Él tenía allí la mano porque era su marido; ella la dejaba estar porque era su mujer".

Lo que Chesil Beach nos narra, más que una noche de bodas, es una historia de una profunda incomunicación; también de culpa, vergüenza, orgullo y humillación, pero sobre todo de incomunicación. El sexo, aunque por diferentes motivos ocupa un lugar importante en las mentes de Edward y Florence, no es tema de conversación habitual entre dos jóvenes e inexpertos novios, menos aún en aquellos años. A este respecto, la actitud que Florence muestra con Edward es similar a la desarrollada en su casa. "Como siempre, Florence era una experta en ocultar sus sentimientos a su familia. No le suponía un esfuerzo; se limitaba a salir de la habitación, siempre que fuera posible hacerlo sin exteriorizar lo que sentía, y más tarde se alegraba de no haber dicho nada acerbo ni haber herido a sus padres o a su hermana; de lo contrario, la culpa la tendría desvelada toda la noche. A todas horas se recordaba cuánto quería a su familia y se encerraba más eficazmente en el silencio. Sabía muy bien que las personas se peleaban, a veces tempestuosamente, y luego se reconciliaban. Pero ella no sabía cómo empezar: no conocía ese recurso, la riña que limpiaba el aire, y no lograba creer del todo que fuese posible retirar u olvidar palabras duras. Era mejor no complicar las cosas. Así sólo se echaba la culpa ella". Y en cuanto a su relación con Edward, tal vez "los dos habían aceptado que era responsabilidad de ella. Quería estar enamorada y ser ella misma. Pero para ser ella misma tenía que decir no a cada paso. Y entonces ya no era ella". La culpa, además, es un sentimiento recurrente en Florence. Siente que hay algo mal en ella, que algo falla, que carece de algo que tienen todos los demás. Le gustaría poder comportarse con la misma diligencia que hace cuando toca el violín con su cuarteto de cuerda. Solo en la música, en su ámbito profesional, es capaz de conducirse con seguridad y determinación. Le gustaría decirle a Edward que "lo que cada uno deseaba no lo obtendría a expensas del otro. El propósito era amar y que los dos fueran libres", pero se siente incapaz, y por lo tanto calla y aguanta.

Edward, por su parte, es un buen muchacho pero aún algo inmaduro, por lo que está todavía por terminar de conocerse. "No era la persona que él pensaba que era. Lo que creía que era una rareza interesante, una virtud tosca, resultaba ser una vulgaridad. Era un chico del campo, un idiota provinciano que pensaba que un puñetazo con el puño desnudo podía impresionar a un amigo. Fue una reconsideración humillante. Estaba dando uno de los pasos típicos de la primera madurez: el descubrimiento de que había nuevos valores por los que prefería ser juzgado".

Chesil Beach es una breve novela en la que Ian McEwan demuestra su habitual dominio del lenguaje, así como una admirable capacidad para meterse en la mente de su pareja protagonista y diseccionar con mano de cirujano experto los pensamientos y sentimientos de ambos jóvenes. Consigue que comprendamos a la perfección tanto a Edward como a Florence, así como mostrar con una pasmosa sencillez la complejidad con la que la tradición, la cultura, la época, el entorno social y familiar y la propia personalidad se enraízan con la manera de afrontar la sexualidad. La historia que nos cuenta en esta novela no termina en ese hotelito que linda con esa playa de guijarros que es Chesil Beach. Nada termina nunca con el final del acontecimiento en sí. Los puntos finales, que tan a menudo se convierten en punto y aparte, en ocasiones también pueden transformarse en puntos suspensivos, quedando por tanto ese y si...

"¿Y qué se interponía entre ellos? Su personalidad y su pasado respectivos, su ignorancia y temor, su timidez, su aprensión, la falta de un derecho o de experiencia o desenvoltura, la parte final de una prohibición religiosa, su condición de ingleses y su clase social, y la historia misma. Poca cosa en definitiva".

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