Revista Viajes

Chiang Mai, torbellino eterno de emociones...

Por Viajeporafrica

Alrededor de las cuatro de la mañana nos despertamos al unísono a rascarnos los pies. Recuerdo la mirada de Vico de: "¿Qué pasa? ¡No lo puedo creer!". Era una picazón tan aguda y extravagante que todavía me cuesta creer que hayan sido mosquitos. A partir de aquel momento Vico empezó a gestar infinitas ampollas en las plantas de los pies, mientras yo a mi sarna, le agregaba erupciones cutáneas volcánicas indefinidas. No había porqué preocuparse aún, todo iba a empeorar. Y aunque el Yang nos tiraba enfermedades cutáneas incómodas, el Yin nos regalaba paladas de emoción y experiencia Tailandesa, por lo que la estadía en Chiang Mai sería, más allá de la picazón y algunos otros contratiempos menores, una de las más entrañables de Tailandia.

Las chicas y su grupo de amigos coordinaron para el primer día en de la cual no tuvimos ninguna otra opción más que hacernos hinchas vitalicios y empezar a balbucear canciones en Tai junto a una barra brava entusiasta e inofensiva, que más que mirar el partido, se emborrachaba todo lo que podía sonriendo sin parar. Fue un partido emocionante, sobre todo porque Chiang Mai, una de las actividades más globalizadas y efectivas del planeta Tierra: un fulbito de cancha dominguero. Para que la experiencia sea completa, y para que el corazón bombee sangre un poco más llena de alegría, jugaba el Chiang Mai Fc; la escuadra local, Chiang Mai lo dio vuelta en los últimos minutos, por lo que pudimos asistir a esa explosión de adrenalina que solamente ocurre cuando algo que parece casi imposible, como por arte de magia, se hace realidad. Fue un domingo de esos que se fue extendiendo y que dio lugar para lindas emociones...

Al día siguiente las chicas tenían que volver a sus labores cotidianas, por lo que no nos quedó más opción que seguir recorriendo los recovecos de : Chiang Mai por cuenta propia. Entre super calores, humedad, lluvias y Seven Elevens, nos empezamos a mover por la ciudad de la furia, para darnos cuenta que tenía mucho para ofrecer y otro tanto para entender. Para empezar: una insólita cantidad de templos a cada paso, en cada esquina, en cada calle y en todos los sectores de la ciudad. De los templos habría que escribir mucho, principalmente de sus funciones sociales y del porqué de su existencia, pero lamentablemente en este espacio se hace reducido.
Incredulidad y anécdota aparte sucedió cuando dentro de alguno de los tantos en que nos metimos a curiosear, nos encontramos entablando la siguiente charla con Vico "Es de verdad boludo". "¿Cómo va a ser de verdad?". "Pero mirá esos pelos y esos lunares man... es de verdad. Está embalsamado", "Tocalo vos que a mí me da cosa". "Buda se va a enojar". Les dejo la foto, ustedes sacan sus conclusiones y me dicen. Si no es un monje embalsamado, es el trabajo milenario más impactante que vimos en nuestras vidas.

Algo shockeados entonces por este gran caudal de realidad-irrealidad, la cortamos de meternos en los templos, y nos dedicamos a actividades menos extremas como caminar por algunos mercados y plazas, investigar los restaurantes, o visitar el colegio de las chicas. También pasamos a hacernos mala sangre en la embajada China y nos detuvimos en algunos lugares donde se alquilaban motos. De los restaurantes aprendimos que la comida en
Chiang Mai es mucho más rica. La variedad en los platos y la combinación de sabores era claramente superior a todo lo que habíamos experimentado en el resto de Tailandia. En las plazas aprendimos que la "liberación de pájaros" es una práctica que se comercializa y que guarda relación con la buena suerte. En el colegio de las chicas reconfirmamos que las mujeres inevitablemente en algún momento te dejan plantado.
En la embajada de China perdimos un poco la paciencia, pero tuvimos la suerte de conocer a un argentino que parecía tener 60 años, pero que en realidad tenía casi 80. Un fisioterapeuta en formol, adicto a las terapias Tailandesas, cuya mayor característica era que al hablar esparcía mucha esperanza. Por último: en una de las tantas agencias de alquiler de motos pagamos cuatro o cinco dólares y nos llevamos un scooter de excursión a la montaña.

Aceleramos sin escalas hasta la reserva Doi Suthep, que es algo así como la excursión estrella de Chiang Mai y alrededores. A lo largo del recorrido se puede visitar el templo de Doi Suthep propiamente dicho, los jardines botánicos, el mirador de la ciudad, y algunos pequeños asentamientos turísticos que venden una infinita cantidad de artesanías. La naturaleza es lo que hace al viaje atractivo, y sin duda lo más interesante de la excursión son un par de pueblitos tribales que reposan impávidos en alguna parte de la montaña.
Una vez que uno llega al final del recorrido del circuito, se puede empalmar con un camino de tierra bastante estrecho y poceado, que luego de unos quince minutos, desemboca en la tranquilidad y atemporalidad de una aldea que parece estancada en alguna parte de la historia. Entre una perfecta simpleza, algo de desolación y pobreza, y un acentuado aislamiento, se evidencia muy poderosa en el arte de detener el tiempo y transmitir sensaciones desde el silencio. Sin dudas fue el mejor lugar en el que estuve en Tailandia.

Cuando volvimos de tanto recorrido motorizado, caimos en la dura realidad que los días habían pasado, mientras el calendario empezaba a tocarnos el hombro con insistencia. Las chicas se empezaron a poner melancólicas y empezaron a tentarnos para que no nos vayamos. Las cartas estaban echadas, había demasiadas personas que dependían de que consiguiéramos la visa y estuviéramos en China el día pactado. Juli llegaba en dos días a buscarnos a Bangkok, que por cierto era el último lugar en el mundo en el que teníamos ganas de estar. Había que ayudarlo con el trámite de un dinero, había que mandar mails, había que comprar equipamiento, y había que básicamente volver a la "realidad". Hasta el momento "Que el sábado nos íbamos allá y el domingo a no sé dónde", y Vico que se transformaba en Francella y yo que me transformaba en Olmedo, y Juli que llegaba a Bangkok, y nosotros que nos queríamos hacer los boludos, y la visa para China que todavía no teníamos idea de cómo la íbamos a conseguir... En fin, mucha contradicción interna. Optamos por callar. Agarramos la moto, Sarah se nos unió, y nos fuimos a ver Jazz para no empezar a ahogar las penas en alcohol de quemar. Mientras tomábamos la última birra de Chiang Mai, Sarah nos seguía enumerando los posibles planes para la siguiente semana. Cada propuesta que salía de esa boca me hacía sentir como si me estuvieran ajustando los huevos con arandelas grover.
Chiang Mai nos había regalado relajación, estímulos y aventuras. Había chicas lindas, montañas lindas, motos baratas, pueblos estancados en el tiempo, Budas, Monjes y rock; y teníamos que abandonar todo eso para cambiarlo por cemento, burocracia, shoppings centers, calor monzónico y Juli, que será muy lindo, pero de tetas, nada.

Producto de estos contradictorios estados de ánimos, tuvimos que negociar espacios con nuestros inconscientes hasta el último segundo. Llegamos a la estación y Vico tuvo que literalmente salir corriendo a frenar el tren que "inconscientemente" estábamos perdiendo. Imagínense lo mucho que me importaba que los trenes desaparezcan del mundo, que mientras se iba, yo seguía adentro de un Seven Eleven comprando gomitas. Vico vino corriendo a avisarme que nos estaban esperando. Me acuerdo de no apurarme ni siquiera en ese instante. Muy lentamente aboné los cinco baht correspondientes por la compra. Sabía que lo que se venía iba a ser un cambio radical en la vida.

Por el momento "Arrivederchi Chiang Mai. Arrivederchi vida loca". Sé que en algún lugar de tus lejanos y extraños callejones dejé, todos los dioses saben que sin quererlo ni pensarlo, ese último resquicio de más de cuatro años de vida. Hasta la próxima.


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