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Chica de campo - Edna O'Brien

Publicado el 05 noviembre 2018 por Rusta @RustaDevoradora

Chica de campo - Edna O'Brien

Errata naturae, 2018 (trad. Regina López Muñoz)

"Aquel día de agosto de mi septuagésimo octavo año de vida me senté para empezar las memorias que me había jurado no escribir jamás". Edna O'Brien (Tuamgraney, Irlanda, 1930) hizo un regalo a sus lectores cuando tomó esta decisión. El resultado vio la luz en 2012 bajo el título Chica de campo, haciendo un guiño a su ópera prima. Edna O'Brien llegó a este mundo destinada a ser una muchacha de aldea, en la Irlanda rural de los años treinta. Lo fue, al menos durante un tiempo: nació en lo que se suele llamar una familia tradicional, ni pobre ni rica, que la obligó a hacerse farmacéutica. Se formó, hizo sus prácticas, pero para entonces ya estaba tentada por la literatura, tenía claro que no haría de la farmacia su hábitat. La literatura, precisamente, la sacó de Irlanda. Esa chica de campo se convirtió en una mujer cosmopolita que organizaba fiestas en el Londres de los swinging sixties y se codeaba con lo más granado del círculo bohemio, además de en la autora de una treintena de libros (novela, relatos, teatro, no ficción) que la han situado como una de las grandes escritoras del siglo XX.

La expresión "piano roto", con todas sus connotaciones, reverberaba sin cesar dentro de mi cabeza, y pese a todo me hizo pensar en la generosidad que me ha reservado la vida: he conocido la alegría y el dolor extremos, el amor correspondido y el no correspondido, el éxito y el fracaso, la fama y el vapuleo; he leído en la prensa que ya estaba caducada como escritora y, peor aún, que era una "Molly Bloom de baratillo"; y, sin embargo, a pesar de todo, he seguido escribiendo y leyendo, he tenido la fortuna de sumergirme de lleno en esas dos actividades intensas que han apuntalado mi vida entera.

Pero empecemos por el principio. Ahí está todo para ella: "el dramatis personae de mi niñez me proporcionó el material más rico de todos, de modo que debo un enorme agradecimiento tanto a los vivos como a los muertos" (p. 418). Edna O'Brien, como Rosa Chacel o Erri De Luca, encontró en el universo de su infancia la inspiración para sus historias, una base que ha seguido exprimiendo incluso después de dejar su tierra natal de forma definitiva ("para todo escritor el amor por el lenguaje arranca en ese lugar llamado "hogar"", p. 185). Su niñez estuvo marcada por el padre, un hombre terco que tuvo muchas recaídas en el alcohol. En un pasaje recuerda la tranquilidad que suponía quedarse en casa a solas con su madre, cocinando, limpiando, sin hacer nada especial, tan solo con la calma de la ausencia paterna. Relata asimismo su educación religiosa en un convento, del que soñaba con escapar. Muchas experiencias de esta etapa, en particular el miedo al padre y la violencia silenciada del hogar, son temas recurrentes en su obra desde su debut,Las chicas de campo (1960), una novela muy autobiográfica que escribió en tres semanas ("Se había escrito sola, yo fui una simple mensajera", p. 174). También se plantean enUn lugar pagano (1970).

Yo me sentía más sola de lo que debería haberse sentido una mujer enamorada, o enamorada a medias. Existía un abismo entre nosotros, y muchísimas cosas de él me resultaban extrañas y ajenas. A veces percibía una expresión melancólica en su semblante y me preguntaba si sería por la otra mujer, o por su hijo, o por su vida de antes, la que yo iba descubriendo poco a poco.

Antes de comenzar su carrera literaria, Edna O'Brien conoció al escritor Ernest Gébler cuando aún trabajaba en la farmacia. Este, divorciado y con un hijo, no se ganó las simpatías de la familia de ella, pero aun así se casaron en 1954, tuvieron dos niños y se mudaron a Inglaterra. El matrimonio duró diez años: la autora relata el complicado proceso de separación, los celos de Ernest por su éxito profesional ("las palabras que fueron el golpe de gracia para nuestro ya deteriorado matrimonio: "Sabes escribir, nunca te lo perdonaré"", p. 174), los problemas por la custodia de los hijos; una de sus épocas más traumáticas, de la que hay mucho en La chica de ojos verdes (1962) y Chicas felizmente casadas (1964), que completan la trilogíaLas chicas de campo: "Mi matrimonio estaba en un punto crítico. Y yo lo sabía, lo que ignoraba era cómo acabaría; creía de veras que el matrimonio era para toda la vida" (p. 186). Incluso en su novela más reciente,Las sillitas rojas (2015), escrita medio siglo después, vuelve a abordar la cuestión de la mujer que rehace su vida después del divorcio. Los conflictos asociados a las mujeres, desde el despertar a la madurez, han marcado su trayectoria; sin duda, su voz es una de las más comprometidas con la denuncia de ese malestar, ha contribuido a aumentar el canon de obras sobre la experiencia femenina del amor, la amistad, la opresión de los valores patriarcales, el deseo y la maternidad, entre otros.

Como escritora se me consideraba lasciva e irracional, con una gama de temas estrecha y obsesiva, una mera mezcolanza de tópicos destinada a los extranjeros. Según las críticas, no era capaz de poner ninguna experiencia en perspectiva; la misma historia se repetía hasta la saciedad. Una periodista inglesa, de evidente ascendencia irlandesa, juzgaba mi prosa de "asfixiante", y, con la sensibilidad de una chismosa provinciana, afirmó que había hecho bien en irme de Irlanda.

Su marido no fue el único que se tomó mal la buena acogida de su primera novela. En su pueblo natal se quemaron ejemplares y sus padres se sintieron avergonzados. Las chicas de campo narra la educación sentimental de dos muchachas que expresan sin tapujos su rechazo de la religión y sus ganas de disfrutar intensamente de los placeres de la ciudad. Para una mentalidad tan rígida, tan católica como la de su familia, la de aquella Irlanda de antaño, supuso un escándalo. En realidad, como suele ocurrir en la historia de la literatura, se trataba del acostumbrado choque generacional: mientras que unos lo rechazaron de pleno, los jóvenes (y los lectores de países más "modernos") se reconocieron en sus páginas. Esta no es la única polémica con la que ha tenido que lidiar O'Brien: como a tantas autoras, se la despreció por escribir "sobre mujeres"; además, la propagación de rumores sobre su vida personal le dio mala fama. Con todo, siguió escribiendo, siguió probando nuevas técnicas - Noche (1972) "marcó el antes y el después de mi vida, entre un tipo de escritura y otro" (p. 249)-, siguió creciendo como narradora hasta convertirse en la figura incontestable de las letras que es hoy.

Todavía me asombra haber conocido a toda aquella gente; una serie de carambolas nos juntaron y unieron en la quimera de los swinging sixties. Era una época de lo más inocente. Los famosos no eran tan famosos y no iban por ahí acompañados de presuntuosas cohortes. Yo, oriunda del condado de Clare, me emocionaba ante aquella galaxia de visitantes, y sin embargo nunca me dejaba deslumbrar. Sabía que era algo transitorio, que todos estábamos de paso, rumbo a otros lugares, orbitando hacia arriba, siempre hacia arriba.

Por otro lado, su existencia no se explica sin sus célebres fiestas en el Londres de los años sesenta donde corría la droga ("Tenía múltiples motivos para querer tomar LSD. [...] creía, como consecuencia de varias lecturas, que mis sueños y, por tanto, mi escritura se enriquecerían", p. 240); y sus viajes a ciudades como Nueva York, donde, en una cena en la Casa Blanca, estuvo sentada entre Hillary Clinton y Jack Nicholson. Entre tantos eventos, conoció a muchas personalidades del cine, la música y la política, como Paul McCartney, Jane Fonda, Judy Garland, Shirley MacLaine y Marlon Brandon, entre otros: "Era una época de lo más inocente. Los famosos no eran tan famosos y no iban por ahí acompañados de presuntuosas cohortes" (p. 228). Por supuesto, no se olvida de sus colegas, entre los que destaca Philip Roth; ambos se respetaban mucho. La autora es generosa al compartir anécdotas sobre celebridades, al acercar al lector a ese ambiente tan fascinante. Ella no se da aires, sino que más bien desmitifica el glamour, da naturalidad a lo que se suele tratar con reverencia.

Philip Roth ya estaba por allí. Pese a su fama de ermitaño, a veces sale, y cuando eso sucede se convierte indefectiblemente en el sabio de cualquier reunión social. Inflexiblemente escrupuloso en lo relativo a la palabra escrita, y dotado de una inteligencia acerada, Roth también sabe ser la persona más divertida del mundo cuando está en vena. Lo he visto desarrollar una anécdota hasta límites vertiginosos, es como ser testigo de una mente desbordante en perpetuo estado de superación.

Edna O'Brien firma unas memorias que rebosan honestidad y amor por el oficio; muy "completas", en el sentido de que abarcan facetas diversas -su vida íntima, el conflicto entre la sociedad irlandesa de sus progenitores y el descubrimiento del cosmopolitismo, su carrera literaria, sus amistades, sus viajes, su perspectiva de los atentados en Irlanda del Norte-, aunque sin extenderse demasiado en ninguna; la información siempre dosificada. Escribe sobre sí misma, pero sin resultar egocéntrica; de hecho, en parte refleja a toda una generación de intelectuales y artistas. Tampoco llega a mostrarse impúdica: se abre al recordar vivencias como las tensiones con su padre, el divorcio o la depresión, pero con mesura, contención. No pierde la elegancia, como tampoco pierde el respeto por las personas que aparecen en el libro. Y se explica muy, muy bien, con la fluidez, la pulcritud y el sosiego que la caracterizan, con ese lenguaje todavía lleno del léxico campestre (las plantas, el paisaje rural) de su niñez. Más allá de sus lectores fieles, Chica de campo puede interesar a cualquier lector que sienta curiosidad por el mundo cultural de la segunda mitad del siglo XX, con independencia de que conozca su obra o no.

Citas en cursiva de las páginas 7-8, 152, 379, 228-229 y 347.


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