De arriba a derecha: Centro de Chicago, el Teatro de Chicago, Chicago 'L', Navy Pier, Millennium Park, el Field Museum, y la Torre Willis - Wikipedia
Un recorrido por las calles de la ciudad ventosa con gorro, guantes y la mirada hacia arriba, atenta a rascacielos y estadios que parecen platos voladores.
CHICAGO.- Cerca del centro de esta ciudad, del otro lado de la gran lengua de parques que bordea el lago Michigan, está Soldier Field, donde juegan los Bears, el equipo local. A los nativos les divierte mucho burlarse de su nuevo aspecto. Dicen que después de la renovación de 2003 el viejo estadio se parece a un plato volador o a la tabla de un inodoro. Pero para el visitante que viene a pasar un par de días, Soldier Field es otra cosa, mucho mejor.
El estadio original todavía está ahí: una enorme rueda-coliseo de cemento sepia, de inspiración clásica y columnas dóricas, que revela en cada detalle su fecha de construcción (1919). Adentro y encima de este anillo, sin embargo, los arquitectos han empotrado otro estadio, una taza azul de metal y vidrio que asoma, efectivamente, como un plato volador o la tabla de un inodoro, pero que también es un símbolo y una síntesis del éxito y el atractivo de Chicago como ciudad y, especialmente, de su capacidad para hablar de sí misma a través de la arquitectura y mantenerse enérgica y contemporánea.
Paseando por Chicago, visitando sus barrios y perdiéndose en su enorme matriz cuadriculada, uno puede ver todavía los rastros de la Chicago agrícola y frigorífica de 1890, la Chicago industrial de medio siglo más tarde y, también, la Chicago contemporánea y sus rascacielos de oficinas. En cada una de esas épocas, la ciudad se construyó a sí misma usando los mejores o los más puros ejemplos de los distintos estilos arquitectónicos que atravesaron el siglo XX. Por eso, una de las mejores maneras de visitar Chicago es hacer como si la ciudad misma fuera un museo de arquitectura vivo y al aire libre.
Uno de los chistes más amargos que cuentan los chicaguenses se refiere, como la mitad de sus conversaciones, al clima. “¿Cuántas estaciones tiene Chicago?”, preguntan. Cuando uno menea la cabeza, siguiendo la coreografía obligatoria en este tipo de chistes, ellos se responden: “¡Dos! Invierno y agosto”. Y un poco de razón tienen. Fuimos en Semana Santa, en el corazón de lo que debería ser la primavera boreal, pero que se parecía mucho más a un tímido final de invierno.
En invierno o en agosto
Para quien quiera ir a Chicago, especialmente si es un argentino poco acostumbrado al viento helado y las temperaturas bajo cero, el clima es un factor clave. Antes de abril o después de octubre no tiene sentido, porque la ciudad está de mal humor, refugiada en sus pasadizos internos. Una tarde le pregunté a un remisero si la gente se había acostumbrado a estos inviernos. “Nos quejamos cada año como si fuera el primero”, contestó.
Soldier Field - Wikipedia
Aun así, Chicago puede muy bien visitarse con gorro y guantes. El viento y el frío le agregan a la aventura una bienvenida cuota de vida real, que permite verla en funcionamiento y realza su tradición de ciudad trabajadora. El sobrenombre más famoso de Chicago es The Windy City, la ciudad ventosa, y es bastante preciso en su descripción. Pero su segundo sobrenombre más famoso, The City that Works, o la ciudad que trabaja, dice mucho más sobre ella. Chicago es una ciudad-ciudad, con mística laburante y espíritu comercial. Por eso los sociólogos dicen que es la más puramente norteamericana de las ciudades norteamericanas: porque no tiene ni el foco global de Nueva York, ni la industria del espectáculo de Los Angeles, ni las élites políticas de Washington o las universidades de Boston. Chicago, en el medio de su pampa gringa, lejos del glamour y del extranjero, labura.
Por eso vale la pena verla desde cerca. Hay ciudades en las que uno se pregunta si la vida cotidiana y el ajetreo que observa en las calles son reales o si, por el contrario, esa combinación de museos y monumentos son una puesta en escena. En Chicago, donde hay pocos museos y poquísimos monumentos, uno tiene la esperanza de que la ciudad que ve debajo de sus trenes elevados, entrando y saliendo de los edificios del Downtown (más conocido como el Loop o bucle, por las líneas de subte que giran a su alrededor) o comiendo los platos dejados por sus inmigrantes -salchichas polacas (kielbasa), repollo alemán (sauerkraut), pizza italiana (su famosa deep-dish pizza, no muy distinta de la pizza de molde porteña)- es, en efecto, una ciudad que se parece bastante a la real.
Chicago está en estos meses en un momento de transición, estrenando intendente (Rahm Emmanuel, ex jefe de Gabinete del presidente Obama) después de medio siglo gobernada casi siempre por la misma familia (los Daley), y disfrutando de las obras monumentales construidas para tratar de ganar, infructuosamente, la sede de los Juegos Olímpicos. La más importante de estas obras es el Millenium Park, entre el Loop y el lago, que vale la pena por sus obras de arte: el enorme poroto-nube-riñón plateado del escultor indio-británico Anish Kapoor y las videoesculturas del catalán Jaume Plensa, dos torres de ladrillo que muestran todo el día primeros planos de gente de Chicago.
Una manera reveladora de conocer Chicago es recorrerla en sus trenes elevados, que serpentean por el centro de la ciudad y algunos de sus barrios a la altura del segundo o tercer piso. Pagando un boleto común (que cuesta 2,25 dólares) uno puede ver a chicas ensayando en estudios de ballet, adolescentes castigándose en gimnasios de boxeo y grupos de oficinistas (si se afina bien la vista) jugando al solitario en sus cubículos. Un domingo a la tarde, por ejemplo, salimos del Loop hacia el Norte, en un tren elegido casi al azar, y nos bajamos en la estación Armitage, en el corazón del barrio residencial y arbolado (y acomodado) Lincoln Park. Un rato más tarde estábamos en un banco en un parque, apenas interrumpidos por los gritos y los galopes de un partido de béisbol infantil.
Chicago, la lección de arquitectura – lanacion.com .
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