En mi casa gusta mucho el chicle. El sabor no suele ser un
problema. Nos gusta el chicle de fresa, menta o esos que llama mi hijo Julio “…los
que te hacen llorar.”. En otras palabras los de canela y picante. Sin embargo el tamaño en este caso si importa.
Mientras más grande mejor. Si el chicle es lo bastante grande como para hacer
pompas es apto para mis hijos.
Ayer mientras mi marido y yo disfrutábamos del atardecer en
el porche, escuchamos un quejido de mi hijo Julio. “¡Papá! ¡Buaaaaa! Sin darme
cuenta se me ha metido un chicle en el pelo!”
Ahí esta de pie en el umbral de la puerta con un chicle
pegado en el pelo, con la cara de circunstancia y sin saber muy bien donde
meterse.
El remedio para un chicle suele ser un poco de frio. De esta
manera endurece el chicle y se puede desprender el pelo más fácilmente. Así que
recurrimos a una compresa congelada que siempre tengo en el congelador
preparada por si alguien se da un golpe y con mucha paciencia fui intentando
quitar el chicle del flequillo del mi hijo.
Tras varios interminables gritos, llantos, sollozos y quejas
de que le tiraba del pelo pude desprender una buena cantidad de pelo del
chicle.
Pero llegue al punto que mi santa paciencia se agotaba y con
mucho pesar tuve que recurrir a usar, las temidas tijeras, corte el trozo de pelo que aún quedaba con chicle y libere
a mi hijo de la tortura.
Afortunadamente el chicle estaba pegado cerca de las puntas
del pelo y no cerca de la raíz. Así evitamos un gran trasquilón en mitad del
flequillo.
He estado tentada de titular esta entrada: “Historias para no
dormir” pero siendo objetiva, no fue para tanto. Al fin y al cabo pasa hasta en las mejores familias. Jejeje
Rebecca