Revista Comunicación
Diez días antes de dejar su cargo de presidenta de su país para cederlo a su sucesor en la Moneda –Sebastán Piñera–, Michelle Bachelet se encontró en la madrugada del sábado pasado con el más grave problema nacional: un terremoto de 8,8 grados en la escala Richter. El mayor seísmo conocido en Chile en los últimos 50 años que dejaba las peores perspectivas para el final del gobierno socialista y el inicio del nuevo gobierno de derechas. Una transición políticamente pacifica que registra unas cifras de daños conocidas hasta el momento que no pueden ser peores: 708 fallecidos, dos millones de personas damnificadas, cerca de un millón y medio de desplazadas, medio millón de casas con daños severos, entre 11.000 millones y 22.000 millones de euros calculados en daños económicos… Todo un resultado provocado en unas pocas horas.
La principal preocupación de la presidenta saliente fue garantizar el orden público y acelerar la entrega de ayuda humanitaria. Pero no pasó un día de la gigantesca catástrofe, seguida de un maremoto que causaba más muertes que el temblor de tierra, cuando Jacqueline van Rysselberghe, alcaldesa de Concepción, militante de derechas, ya criticaba al Gobierno socialista por la “lentitud” en la entrega de ayuda, responsabilizándolo del pillaje. “Las personas –protestó– no pueden estar muriéndose de hambre 24 horas después del cataclismo”. Y Sebastián Piñera pidió a su principal opositora y presidenta hasta dentro de unos días que emplee “los instrumentos que la Ley y la Constitución otorga para acabar con el pillaje”. Como si este dependiera más de las maniobras de un socialismo que tiene las horas contadas en el poder que de las circunstancias del momento.
El saqueo es el primer caballo desbocado que la derecha ve ante ella cuando está a punto de pisar el dintel de una República amenazada por la naturaleza. Una derecha que confirma sus grandes temores: cientos de personas desesperadas, sin gas, sin agua potable ni electricidad, que saquean las tiendas y supermercados, porque no les llega la ayuda prometida. E intenta utilizar a la Policía para frenar el desorden. Sin embargo, hay personas que justifican esta reacción con otros argumentos, asegurando que “no somos ladrones. Estamos dispuestos a pagar, pero no podemos porque está todo cerrado”. Y mientras la multitud vacía los supermercados bajo la mirada de una Policía impotente que no contiene los saqueos, la derecha suspira por detentar el poder y demostrar que cuando ella lo ocupe, dentro de unos días, las cosas y las circunstancias cambiarán.
Preso por el desorden creciente, el Gobierno se ve obligado a reforzar el toque de queda y despliega unos 10.000 militares en las regiones más afectadas. Y el futuro presidente liberal-conservador piensa, que, cuando le llegue su turno, hará reinar el orden como es debido y volverá a poner el país en el lugar que siempre quiso, defendiendo la propiedad privada a capa y espada. Claro que seguirá habiendo dos millones de personas damnificadas, medio millón de casas con daños severos y daños económicos entre 11.000 y 22.000 millones de euros. Pero, para Piñera, eso es ya otra cuestión.