Con sus gafas de pasta, recuerda acaso al cantante puertorriqueño José Feliciano. Es Chen Guangcheng, de 40 años, chino y ciego y, para colmo, disidente. Ha pedido a Obama que le ayude a salir de su país. “Quiero ir a Estados Unidos a descansar. No he tenido un respiro en 10 años”, dijo en una dramática llamada telefónica al Congreso, según la BBC. En principio, utopía la suya, quería vivir en China como un hombre libre.
Tras estar cuatro años encarcelado por oponerse a la política oficial del hijo único, huyó de su propia casa, en la provincia de Shandong, al este del país, donde se encontraba en una especie de arresto domiciliario con su mujer y su hija, instigado por matones del régimen, y pidió amparo en la embajada norteamericana en Pekín. Dejó allí a su madre y a sus hermanos. Y a un hijo con el que no tenía contacto desde hace dos años. Ahora ha abandonado la embajada y está ingresado en un centro hospitalario. Le dijeron en la propia legación que le darían protección, algo que parece no se ha cumplido. Cree estar más solo que la una.
El crimen de Chen Guangcheng es ser abogado autodidacta y activista por los derechos humanos. Eso, ya se sabe, en China no está muy bien visto por las autoridades. Durante su arresto asegura que él y su familia fueron objeto de maltrato y palizas. Así las gastan por esos lares. Denunciar abortos y esterilizaciones forzosas a 7.000 mujeres de su provincia tiene su coste. Se está a la espera de que haya una auténtica catarata de reacciones soldarias entre esa cierta progresía que, como el avestruz, esconde la cabeza debajo del ala dependiendo del lugar en el que doblen las campanas.