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Todo el día con ganas de ver a través de tu piel para poder acariciarte. No hay ambición más sana que conocernos mientras manejamos los movimientos de una lucha prolongada entre poder y belleza. Quedarse con la apariencia sería como buscar luz entre los instintos más básicos, pero ahí arriba hay una cabeza coronada de espíritu amoroso. ¡Aléjate de mí, flor de un pensamiento, aléjate de mí igual de rápido que pasa el tiempo!
Escuche por ahí que ser mediocre es hacer las cosas a la mitad y abandonarlas después. Como jurar amor eterno a alguien y negarse a repartir besos con otros desconocidos en sus camas pero no dejar de lamer; o como ser un hombre varonil y a la vez una mujer liberal que se esconde en la ambigüedad de un traje de chaqueta opresor para no sentirse dividido. Lo mejor para que no haya obligación es no elegir camino ni etiqueta sino balanceo, y embriagarse al entrar a las sombras hasta que aparezca una luz que no parpadea. Y es que la esperanza de amar es erotismo vital. Es gastar cerillas de chispas fugaces y nadar a contracorriente entre chispa y chispa, en un vacío lleno de energía sin salida, o en el cauce de un río invisible, corriente que no desfallece porque prende a reacción de otros cuerpos hermosos.
Y en el desesperado intento de nadar y tocar tierra nos agarramos a los puentes que funcionan, buscamos un camino sin piedras, a tientas porque nos hemos deslumbrado por un rayo de sol cegador, directo a los ojos. En el olvido nos habíamos embriagado de una luz intensa que lo deja todo difuminado, vatios acumulados para descargar sin saber dónde. Y, aunque ciegos, nos ilusiona una potencia radiante, ese valor durmiente que ilumina dentro pero que se despliega a base de besos y explosiones químicas y vellos de punta. ¿A dónde caeríamos sin las chispas fugaces que se extienden entre las horas muertas, entre plazas soleadas y rincones negros de la noche que esperan un nuevo amanecer?