William Castillo Bollé
Nunca la cita de un autor fue tan abusada como aquella de Von Clausewitz: “La guerra es la continuación de la política por otros medios”. Hugo Chávez, apasionado de la teoría política, solía reinventarla, aplicándole el principio de transitividad. Una vez dijo que si la frase del célebre alemán era cierta, lo contrario también debía serlo. Es decir, la política puede concebirse como la continuación de la guerra por otros medios.
La actual agresión a Venezuela por parte de los poderes mundiales me hace pensar que al final, Chávez tenía razón: hoy la guerra no es una forma más de la política hacia nuestro país. Es “la política”. La única política que conciben los poderes fácticos que dominan el planeta. La única a la que se da razón y oportunidad de existir.
Se trata de una guerra no convencional, silenciosa, perversa, permanente, que se ejecuta desde y hacia todos los espacios de la vida del país. Un conflicto bélico cuyo objetivo es no es sólo la destitución del Gobierno, sino la aniquilación del sujeto histórico chavista, la Revolución Bolivariana, y con ésta, la destrucción del nuevo Estado social de Derecho y de Justicia nacido en 1999.
Las formas modernas de la guerra, pasan indefectiblemente por el ciberespacio, por escalar los conflictos desde el terreno de la política real al espacio virtual de las redes de comunicación e información, es decir, al sistema nervioso central de la sociedad. Así, lo ocurrido con el reciente ataque al servicio de Internet, combinado con la extraña caída de la plataforma privada que controla las transacciones electrónicas de compra y venta, configuran un mismo fenómeno: la ejecución en pleno de complejas operaciones de ciberguerra contra Venezuela.
Edward Snowden ha puesto en evidencia que los sistemas de espionaje masivos que practica EE.UU a escala planetaria no son más que la punta de un monstruoso iceberg: un sistema de agresión militar que tiene en las tecnologías de información y comunicación un terreno privilegiado.
De eso trata la ciberguerra: llevar al plano de las redes virtuales las operaciones militares contra un enemigo, teniendo como blanco-objetivo la infraestructura telemática, las autopistas de la información y los servicios que se prestan sobre éstas. Aquí, los bombardeos corresponden a complejos fenómenos como los llamados “ataques de negación de servicio (DoS)” que pueden tumbar o inhibir un servicio por “saturación de demanda”, la intervención (cracking) de los enlaces de Internet y las operaciones para penetrar las bases de datos que rigen la economía, que controlan procesos esenciales como la energía o las finanzas, y los sistemas de seguridad, el registro civil y electoral, entre otros.
La ciberguerra apela a sofisticadas aplicaciones que “corren” desde servidores situados fuera (o dentro) de nuestro país, que se combinan con una inteligente estrategia comunicacional para responsabilizar al Gobierno por estos fenómenos que el usuario común – ajeno a las sutilezas tecnológicas- percibe como “fallas” o “caídas” de los servicios.
Estas operaciones ya tuvieron un momento estelar en 2014 durante las guarimbas, cuando se lanzaron ataques desde el extranjero contra la plataforma tecnológica del país, se logró penetrar y “tumbar” los sistemas de algunas instituciones; se liberaron aplicaciones desde empresas de tecnología del extranjero para facilitar la comunicación de los grupos violentos y burlar los controles de seguridad; se difundió un falso comunicado de la empresa Twitter contra Venezuela y se robó desde el extranjero un bloque de direcciones de protocolos de Internet (IP), propiedad de la República, afectando servicios que se prestan a través de webs públicas o servidores de correo de instituciones y empresas .
El objetivo es muy claro: deteriorar, afectar y paralizar, hasta tomar control, de sistemas y procesos tecnológicos fundamentales para el país. Producir fenómenos de “blackouts”, o crear zonas o eventos de silencio, grandes espacios de lugar-tiempo en que la gente queda incomunicada. Y por supuesto, que todo ello se produzca de manera simultánea, afectando procesos económicos esenciales, generando caos, confusión, angustia y la lógica irritación de los ciudadanos.
Frente a la ciberguerra urge una política de Estado de largo alcance, profunda, que convoque a los más calificados talentos de todas las áreas y sectores. Que comprenda el fenómeno, lo analice, lo desmenuce y lo encare desde su perspectiva militar, económica, tecnológica y cultural. No es una tarea específica de tal o cual institución. Es una tarea de Estado. La profundidad de los daños materiales, económicos, políticos y mentales que supone la ciberguerra obligan a darle una respuesta a la altura de las circunstancias.
Porque las tecnologías, los sistemas y servicios son hoy en buena medida virtuales, pero la guerra y sus efectos, no.