Gregory Peck nació el 5 de abril de 1916 en La Jolla (California), hace justamente hoy cien años. Protagonista de títulos como «Matar a un ruiseñor», «Horizontes de grandeza» o «Vacaciones en Roma», es considerado una leyenda del cine y uno de los actores más queridos y admirados, un intérprete que casi siempre asociamos con personajes nobles y rectos; héroes de un intachable comportamiento ético, de esos que empatizan inmediatamente con los espectadores.
Si hay un actor que supo reunir las mismas dosis de elegancia, sensibilidad y talento en su carrera profesional ese fue Gregory Peck. El gentleman por excelencia del celuloide hubiese cumplido este 5 de abril un siglo de vida, pero su cuerpo no quiso llegar a centenario y se apagó plácidamente a los 87 años, un 12 de junio de 2003, mientras dormía al lado de su querida esposa Veronique, que le estrechaba la mano.
Peck fue uno de los grandes mitos del cine clásico, una estrella que brilló con fuerza a lo largo de seis décadas de profesión y que dejó un legado de más de 50 películas a sus espaldas.
Fruto del matrimonio entre un farmacéutico católico de origen irlandés y una atractiva joven de Missouri de ascendencia escocesa, la infancia de Eldred Gregory Peck transcurrió en La Jolla (California). Sus padres se divorciaron cuando tenía seis años y se quedó un tiempo con su abuela materna, Kate Ayres, una apasionada del cine que le llevaba una vez por semana a ver alguna película. El actor aseguró en una entrevista que esa época fue una de las más felices de su vida.
Su padre, al que adoraba, trabajaba por las noches y tenía poco tiempo para pasar con él, así que decidió que el pequeño Gregory ingresara en la academia militar católica St. John de Los Ángeles, donde desde los once años recibió una formación severa y profundamente religiosa. De allí, el actor solía decir que aprendió algo bueno: no dejar las cosas a medias. De hecho esta filosofía le sirvió para convertirse en una persona capaz del mayor de los sacrificios. Toda su vida fue una constante por hacer las cosas lo mejor posible. “No quiero hacer, si puedo evitarlo, nada mediocre”, aseguró en 1989.
Su extensa filmografía, con títulos como Vacaciones en Roma, Recuerda o El pistolero y una vida personal intachable así lo atestiguan. Tras su paso por la academia militar llegó a la Universidad de Berkeley con la intención de estudiar Medicina, pero acabó matriculado en Filología inglesa y formó parte del equipo de remo, donde acaparaba las miradas de las chicas. En el último año, un compañero le pidió que participase en una obra teatral. El atractivo joven de torva mirada estaba cohibido, se sentía algo torpe, pero a raíz de entonces surgió el actor que llevaba dentro. El teatro se convirtió entonces en su ambición.
En su casa nunca hubo mucha conversación y con una infancia en la que viajaba muy a menudo de un lado a otro, el joven Peck anhelaba comunicarse con la gente . “En el fondo creo que alargué la mano hacia el público tratando de establecer contacto con él, intentando ganarme su amistad para contarles una historia, la que a mí me apeteciese”, declaró cuando ya era un actor consagrado. Tras su graduación se dedicó en cuerpo y alma a su auténtica vocación y estudió arte dramático, pagando los cursos con lo que ganaba en sus empleos eventuales de lavaplatos o camarero.
A los 23 años consiguió una beca para estudiar en la prestigiosa Neighborhood Playhouse School of Theater y tras representar la obra de final de curso recibió la llamada del productor teatral Guthrie McClintic, que le contrató para intervenir en Broadway con El dilema del doctor, con Katherine Cornell. Corría el año 1941 y durante esa época conoció a Greta Konen, una maquilladora finlandesa que compartió el entusiasmo del entonces actor novato. Pasaron por el altar casi inmediatamente y de ese matrimonio nacieron tres hijos: Jonathan, Stephen y Carey.
Recién casado y sin blanca decidió probar suerte en el cine. Su estreno en la gran pantalla fue con Días de Gloria (1944), de Jacques Tourneur, donde interpretaba a un joven militar ruso que combatía contra los nazis. Su esbelta figura, de un metro noventa de estatura y su elegancia innata eran armas suficientes para deslumbrar en el celuloide, así que no tuvo que esperar mucho para protagonizar su segundo proyecto. Las llaves del reino, rodada también en 1944, fue un éxito. Peck interpretaba al Padre Francis Chisholm, un bondadoso misionero de origen escocés, y su actuación no pasó desapercibida por la Academia de Hollywood, que le nominó como mejor actor.
Durante el rodaje del filme, el actor ya dejó su huella personal entregándose al máximo en cada escena. En Recuerda (1945) trabajó nada más y nada menos que a las órdenes de Alfred Hitchcock junto a Ingrid Bergman dando vida a un director de un centro psiquiátrico con traumas ocultos. Con La barrera invisible (1947) golpeó a más de una conciencia en la meca del cine, ya que el filme trataba el tema del antisemitismo en Estados Unidos y su personaje era el de un escritor que pasaba las mil y una tras hacerse pasar por judío. Peck reinó como nadie el resto de la década de los cuarenta e ingresó en la corte de las grandes estrellas, consolidándose ya como figura indispensable durante los años cincuenta.
Nunca siguió el camino más fácil a la hora de meterse en la piel de sus personajes. De hecho siempre dijo que “había que estar un poco loco para querer ser actor”. Su amigo Jack Lemmon aseguraba que era capaz de realizar interpretaciones que hacían pensar al público. Anthony Quinn destacó su amabilidad y su voz maravillosa y Liza Minnelli manifestó que Peck era “la estrella de cine por antonomasia”.
“Dicen que hacer de malo es difícil, pero yo creo que interpretar personajes buenos lo es mucho más, porque hay que hacerlos interesantes”, dijo Peck. Sin duda lo conseguió, pues se le recuerda sobre todo por protagonizar tipos nobles, honrados y generosos como el Atticus Finch de Matar a un ruiseñor, por el que ganó su único Oscar en 1963. En esta brillante adaptación de la novela de Harper Lee, encarnaba a un abogado que defendía a un hombre negro injustamente acusado de violar a una mujer blanca en la Alabama de los años treinta. “Puse todo lo que tenía, todos mis sentimientos y lo que había aprendido en 46 años sobre la vida familiar, sobre padres y sobre hijos”, comentaría sobre su interpretación. “Y puse también mis sentimientos sobre justicia racial, desigualdades y oportunidades”.
Precisamente, el Instituto Americano de Cine le rindió homenaje poco antes de morir, al nombrar a su Atticus Finch como el más grande héroe de una película en todos los tiempos.
Pese a ejercer de bueno de la función, el actor intentó evitar ser encasillado en el prototipo de ídolo y se convirtió en una de las estrellas más versátiles de la gran pantalla. Demostró con creces su capacidad para abordar los personajes más dispares en casi todos los géneros y en su filmografía encontramos títulos míticos: Recuerda (1945) y El proceso Paradine (1947), de Alfred Hitchcock; Duelo al sol (1946), de King Vidor; Vacaciones en Roma(1953) y Horizontes de grandeza (1957), de William Wyler; El hombre del traje gris (1956), de Nunnally Johnson; Moby Dick (1956), de John Huston; Mi desconfiada esposa (1957), de Vincente Minnelli; Los cañones de Navarone (1961) y El cabo del terror (1962), de J. Lee Thompson.
Al mismo tiempo que la popularidad de Peck iba en aumento, su matrimonio hacía aguas. Gregory y Greta acabaron divorciándose de común acuerdo en 1954 y la Nochevieja de 1955 contrajo matrimonio con la periodista francesa Veronique Passani, con la que tuvo otros dos hijos: Anthony (1956) y Cecilia (1958), ambos actores. Estuvieron juntos durante 47 años.
“Hacían una pareja perfecta”, dijo de ellos Jane Fonda, compañera de reparto de Peck en Gringo Viejo (1989). La veterana actriz recordaba en un documental lo divertido y lo especial que era. “Le gustaba bailar, gastar bromas; tenía un humor impregnado de una ironía muy original”. “Creaba un clima maravilloso en el plató; era sociable y generoso y siempre buscaba la perfección”, relataba la protagonista de Klute.
Mantuvo una relación de amistad y respeto con sus hijos y Stephen, de gran parecido físico con su padre, comentaba que le gustaba estar rodeado de su familia y que jamás dejó que su carrera se antepusiera a sus ideales. Sin embargo, esta vida casi idílica se vio empañada por el suicidio en 1975 de su hijo mayor Jonathan, reportero de televisión.
Peck no solo fue un actor comprometido en la gran pantalla, también dedicó gran parte de su tiempo a causas y obras solidarias. Fue el presidente fundador del American Film Institute, y en 1947 creó en su ciudad natal la academia de arte dramático La Jolla Playhouse.
Cuando el político republicano Joseph McCarthy inició su particular caza de brujas a través del Comité de Actividades Antiamericanas, Peck y otros compañeros de profesión crearon el Comité de la Primera Enmienda, una iniciativa que contribuyó a la destitución del senador en 1954.
Durante la guerra de Vietnam, supo conjugar su oposición a la intervención americana con el apoyo a los soldados. Además, produjo el filme The trial of the Cantonsville nine (1972), un alegato antibelicista que le valió un puesto destacado en la lista negra de los enemigos de Richard Nixon.
En 1968, el presidente estadounidense Lyndon B. Johnson le otorgó la Medalla de la Libertad, el premio civil de más prestigio en Estados Unidos.
A finales de la década de los 70, Peck seguía en activo ofreciendo interpretaciones memorables en La profecía (1976), MacArthur, el general rebelde (1977) y Los niños del Brasil (1978), donde hacía del nazi Josef Mengele, una “rata repugnante”, según sus propias palabras. En esta película estuvo acompañado de Laurence Olivier, a quien admiraba y con el que protagonizaba una antológica pelea. Con 73 años protagonizó Gringo viejo (1989), un filme de Luis Puenzo que fue un fracaso comercial. Un año antes se hizo merecedor del premio Donostia.
En 1991 dejó aparcado el cine pero continuó trabajando en televisión y en 1998 se involucró en la miniserie Moby Dick, por la que ganó un globo de Oro. Los últimos años de su vida los dedicó a fomentar vocaciones artísticas. Durante los 90 recorrió Estados Unidos para visitar pequeños teatros y centros universitarios en los que ofrecía charlas sobre sus experiencias como padre y actor de Hollywood. En esos encuentros dejó muestras de su simpatía y humor.
Así fue Gregory Peck, un hombre íntegro y auténtico de moral inquebrantable en su vida privada y en su oficio de actor que logró su sueño de comunicarse con el público y acabó explicándole todas las historias que quiso.
Por ASTRID MESEGUER. Publicado en La Vanguardia. Barcelona. 04/04/2016. Original.
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