Nuestra cultura huele a excremento del diablo, aunque su principal cuidado sea disimularlo dedicándole escasísimas novelas o películas
1 En julio de 1914 perforadores de la Caribbean Petroleum, filial de Royal Dutch Shell, taladran el pozo Zumaque I y retroceden ante el reventón de aceite maloliente. Antes hubo exploraciones pioneras, pero el Zumaque eyecta hasta 2 mil 500 barriles por día. Se abre una era de energía y divisas baratas. Venezuela y el mundo cambian irreversiblemente.2 Se dice que Juan Vicente Gómez gobernó 27 años gracias al ingreso petrolero. Pero este solo se convierte en principal rubro del presupuesto desde 1929. Sin embargo, las entradas de los hidrocarburos, que se perciben y redistribuyen en la capital, contribuyen a la centralización del poder y a la agonía de los caudillejos locales. Los estados, cuyos ingresos propios son insignificantes, dependen cada vez más del situado que les asigna el Poder Central. Así como les envía fondos, la Presidencia les nombra gobernadores a dedo, desde tiempos de Gómez hasta 1989. Una red de carreteras sin parangón en América Latina facilita la movilidad geográfica; el dinero fácil dinamiza la ascensión social; un entramado de medios de comunicación desdibuja las diferencias regionales.
3 Así como concentra el poder político, el oro negro acumula el económico. Gómez reparte las concesiones entre prominentes gomecistas, quienes al día siguiente revenden provechosamente a las transnacionales esos títulos que no les han costado nada. De tal latrocinio surgen casi todas las grandes fortunas actuales. A la economía del tabaco, el cacao, el café o los cueros, en la cual hay que invertir, trabajar y ahorrar para reinvertir, sucede otra donde solo hay que consumir. Una minoría ínfima de la población extrae el petróleo; el resto considera que una riqueza que parece salir de la nada puede ser dilapidada inagotablemente. Las transnacionales pagan impuestos insignificantes, pero el ordeño del Estado se vuelve modo de vida para hacendados, industriales, políticos, intelectuales, contratistas de deuda Externa y Eterna, malabaristas cambiarios.
4 Una modesta redistribución del ingreso por momentos dispara, por momentos diluye el conflicto social. A la voz de que hay trabajo en los campos petroleros, los campesinos dejan conucos y haciendas para hacinarse en ellos y luego en las ciudades. Quizá ello explique la ausencia de una gran revolución agraria en el siglo pasado. Pero ya en 1925 se crea un sindicato de obreros petroleros, y en 1936 el Sindicato de Obreros de la Empresa Petrolera paraliza la producción dos meses. El aroma a petróleo y divisas atrae hacia las urbes primero campesinos, luego españoles, italianos, portugueses, sureños, ecuatorianos, colombianos. A partir de 1951 la población urbana prepondera sobre la rural. Las ciudades son el nuevo escenario del conflicto social. Para controlar a las masas desplazadas se crean los nuevos partidos populistas: Acción Democrática, Copei, URD: tres personas distintas en una colaboración de clases verdadera.
5 Un país se parece a lo que produce. Nuestra cultura huele a excremento del diablo, aunque su principal cuidado sea disimularlo dedicándole escasísimas novelas o películas. Los venezolanos pasamos de aspirar a españoles de segunda, ingleses de tercera o franceses de cuarta, a creernos estadounidenses de quinta categoría. Durante el siglo XX medios de comunicación e industrias culturales promueven un American Way of Living que no produce en masa pero consume en demasía. Hay agricultura de puertos y cultura de puertos, importadora de modas y baratijas. De Betancourt dijo Neruda que pedía a un sastre norteamericano sus pantalones y sus ideas. Un siglo de lavado de cerebro mediático hace creer que pueden ser oligarcas a millones de desheredados. Por no pensar con cabeza propia, se alquilan costosos asesores de Chicago o de Francia que propician desastres impagables. Convirtámonos en dueños de ese aceite que se adueñó de nuestra vida.