Revista Cultura y Ocio

Cien años de soledad - Gabriel García Márquez

Publicado el 06 mayo 2020 por Elpajaroverde

"Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra". A mí se me han muerto todos los Buendía, ergo ya soy de Macondo.

Pero a mis muertos y a la tierra que los cubría se los llevó "el viento, tibio, incipiente, lleno de voces del pasado, de murmullos de geranios antiguos, de suspiros de desengaños anteriores a las nostalgias más tenaces". Mis muertos ya no están bajo tierra. ¿Dónde está mi Macondo?

Cien años de soledad - Gabriel García Márquez

Quiero pensar que Macondo es cíclico, como el tiempo. Que se repite una y otra vez como se repiten los nombres generación tras generación de Buendías; como se repiten sus pasiones, sus frustraciones, sus soledades. Que se hace y se deshace como el coronel Aureliano Buendía deshacía las monedas que ganaba con la venta de sus pescaditos de oro para hacer nuevos pescaditos, como Amaranta bordaba su mortaja de día y bien parecía que la desbordara de noche. "Ya esto me lo sé de memoria, gritaba Úrsula. "Es como si el tiempo diera vueltas en redondo y hubiéramos vuelto al principio"".

Úrsula es la gran matriarca, que llegó a Macondo cuando aún no era Macondo con su esposo José Arcadio Buendía, fundador de Macondo. Llegaron huyendo de un fantasma sin saber que uno siempre lleva sus fantasmas consigo, sin sospechar aún que los fantasmas son tercos porque es peor la muerte que el olvido. Úrsula, siempre inquebrantable. Úrsula casada con un pariente y temerosa por tanto de engendrar hijos con cola de cerdo.

El tiempo y los Buendía, pues, giran y giran porque "la historia de la familia era un engranaje de repeticiones irreparables, una rueda giratoria que hubiera seguido dando vueltas hasta la eternidad, de no haber sido por el desgaste progresivo e irremediable del eje". Pero el tiempo a veces también se detiene. Eso solo lo saben algunos locos con la suficiente "lucidez para vislumbrar la verdad de que también el tiempo sufría tropiezos y accidentes, y podía por tanto astillarse y dejar en un cuarto una fracción eternizada".

Así, en el cuarto de las bacinillas de la casa de los Buendía hay quien solo ve las setenta y dos bacinillas que allí se guardaron tras el verano en que Meme se presentó sin avisar con sesenta y ocho compañeras de colegio y cuatro monjas; hay quien solo ve telarañas, polvo y papeles y desorden por doquier. Y hay quien lo ve limpio y luminoso, tal y como lo dejó Melquíades cuando volvió a morirse y dejó allí sus pergaminos manuscritos anunciando: "Nadie debe conocer su sentido mientras no hayan cumplido cien años". Y, efectivamente, nadie logra descifrar su contenido hasta que la estirpe de los Buendía no cumple sus cien años de soledad.

En el cuarto de Melquíades el tiempo se ha suspendido pero afuera azota la peste del insomnio que regala tiempo y roba memoria. Se suceden treinta y dos guerras por orgullo, por motivos inasibles que ya a nadie le interesa defender. Las casas blancas se tornan ora rojas, ora azules. Una banana trae la fiebre de la modernidad y la prosperidad y lleva los trenes cargados de muertos que callan la cara B de la historia oficial. Llueve. Llueve durante cuatro años, once meses y dos días. Deja de llover y Macondo emerge devastada "pero los árabes de la tercera generación estaban sentados en el mismo lugar y en la misma actitud de sus padres y abuelos, taciturnos, impávidos, invulnerables al tiempo y al desastre, tan vivos o tan muertos como estuvieron después de la peste del insomnio y de las treinta y dos guerras del coronel Aureliano Buendía. Era tan asombrosa su fortaleza de ánimo frente a los escombros de las mesas de juego, los puestos de fritangas, las casetas de tiro al blanco y el callejón donde se interpretaban los sueños y se adivinaba el porvenir, que Aureliano Segundo les preguntó con su informalidad habitual de qué recursos misteriosos se habían valido para no naufragar en la tormenta, cómo diablos habían hecho para no ahogarse, y uno tras otro, de puerta en puerta, le devolvieron una sonrisa ladina y una mirada de ensueño, y todos le dieron, sin ponerse de acuerdo, la misma respuesta: -Nadando".

Y mientras todo esto sucede la casa de los Buendía crece, se llena de gente, se vacía. Se abre a los foráneos y se tranca al igual que alguno de los miembros de la familia que alberga se encierra con tranca dentro de sí mismo. Conoce el esplendor y la ruina. Sus suelos se agrietan porque alguien cava en torno a sus cimientos buscando un tesoro olvidado. Y las hormigas...


Yo no pienso en hormigas sino en cucarachas, esas para las que Aureliano, penúltimo casi último de los Buendía, "tomó aliento para explicar que las cucarachas, el insecto alado más antiguo sobre la tierra, era ya la víctima favorita de los chancletazos en el Antiguo Testamento, pero que como especie era definitivamente refractaria a cualquier método de exterminio, desde las rebanadas de tomate con bórax hasta la harina con azúcar, pues sus mil seiscientas tres variedades habían resistido a la más remota, tenaz y despiadada persecución que el hombre había desatado desde sus orígenes contra ser viviente alguno, inclusive el propio hombre, hasta el extremo de que así como se atribuía al género humano un instinto de reproducción, debía atribuírsele otro más definido y apremiante, que era el instinto de matar cucarachas, y que si éstas habían logrado escapar a la ferocidad humana era porque se habían refugiado en las tinieblas, donde se hicieron invulnerables por el miedo congénito del hombre a la oscuridad, pero en cambio se volvieron susceptibles al esplendor del mediodía, de modo que ya en la Edad Media, en la actualidad y por los siglos de los siglos, el único método eficaz para matar cucarachas era el deslumbramiento solar".

Y quisiera pensar en los Buendía como cucarachas, ocultos en su oscuridad temida pero inmunes al exterminio al que ellos mismos, como humanos, se someten. Quisiera responderles a su pregunta muda de supervivencia tal y como los árabes de la tercera generación lo hicieran con Aureliano Segundo, pero los Buendía se ahogan en su miseria y no son conscientes de su autodestrucción ni de sus colas de cerdo que giran como sus siete generaciones dando vueltas y repitiendo patrones una y otra vez.

Macondo es saga familiar, es historia de Colombia y es historia repetida de la humanidad. "Todo se sabe", respondía Aureliano cuando se le inquiría por sus vastos conocimientos sobre un mundo que no había explorado. Todo está escrito. Todo se ha vivido. Pero nos toca recorrer nuestra senda múltiples veces transitada por otros y cometer nuestros propios errores en los que tantos ya han caído para aprender "los privilegios de la simplicidad", "que el secreto de una buena vejez no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad" y "que uno no se muere cuando debe, sino cuando puede".

Las primeras páginas de esta mítica novela de Gabriel García Márquez son tan indescifrables para mí como lo son los pergaminos de Melquiades para aquellos de los Buendía que intentaron descifrarlos. Me maravillan sus cachivaches, su colorido, sus extravagancias y exotismo, sus mil historias intrincadas, pero su Macondo tarda en ser mi Macondo. Tardo en que sus inventos imaginados me revelen la realidad contada y, aun así, me invade la incógnita por descifrar hasta qué punto la realidad que él quiso contar coincide con mi realidad imaginada y me divierte la idea de un Gabriel García Márquez acaso pensando "que la literatura fuera el mejor juguete que se había inventado para burlarse de la gente".

No todo el que llega a Macondo entra en él pero los que entran se quedan (nos quedamos) y están "vinculados por una especie de complicidad fundada en hechos reales en los que nadie creía, y que habían afectado sus vidas hasta el punto de que [...] se encontraban a la deriva en la resaca de un mundo acabado, del cual sólo quedaba la nostalgia".

El viento se llevó el Macondo acabado de García Márquez y el mismo viento me trae siempre que quiero mi Macondo renacido. Y ¿dónde está, pues, mi Macondo? En mi nostalgia, esa en la que viven mis muertos, a los que, con mi recuerdo, por fin libero de sus cien años de soledad.

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