Hace
muchos meses que vivo desconectado de la ciencia. Meses en los que mi
vida se ha centrado en escribir, en contar historias, en leer y
culturizarme de un modo muy distinto al de la universidad. No obstante
lo echo de menos. Añoro los agobios de las épocas de éxamenes, los
paseos por la facultad desierta, las horas de cafetería en inmejorable
compañía, pero sobre todo mi bata blanca. Echo de menos el laboratorio y
todo lo que ello conlleva, el aprender cosas nuevas cada día, los
pequeños detalles de la vida, en el sentido más fisiológico de la
palabra.
Por
todo ello, hace unos días me dispuse a aunar mis dos facetas, la
científica y la cultural, visitando el Museo de la ciencia de
Valladolid. La ciudad pucelana está relativamente cerca, pero no sabía
que disponía de un Museo de la Ciencia, que siempre son muy agradables
de visitar. La última vez que estuve en uno fue en A Coruá, hace unos
diez años, así que la experiencia ahora iba a ser totalmente diferente.
Pudimos
visitar la fauna del río Pisuerga en lo que se conoce como La casa del
río, y también una exposición sobre el coche eléctrico que ocupó la
mayor parte de nuestro tiempo. Por eso, el resto de la visita fue muy
rápida, demasiado, apenas disfrutando de los aparatos más llamativos, y
empapándonos al máximo de la biología, la física, la química... dos
personas que tanto las añoraban.
Es un museo altamente
recomendable, al que sin duda volveré con tiempo para poder verlo todo
sin la presión del cierre persiguiéndonos. Al menos ha servido para lo
que ya sabíamos, que soy hombre de ciencia y hombre de fé. Hombre de
letras, pero también hombre de bata blanca. La dualidad personificada
que siempre ha existido en mi ser...