Ya han pasado cinco años. Se dice pronto (me hace sentir abuela cebolleta). Hace ya cinco años que se inauguró la que fue la niña de mis ojos. Qué estremecimiento sentí la primera vez que lo vi. Enorme. Silencioso. Como un transformer, pero con menos marcha. Una estructura perfecta. Un inmenso cíclope. Un pedazo de telescopio.
No en vano es el más grande del mundo.
No me cabe la menor duda: me enamoré hasta las trancas. Hacía preguntas aparentemente absurdas. Revoloteaba alrededor de ingenieros y científicos. Daba la lata amablemente cada vez que podía. Dejaba que afloraran ideas locas. Hacíamos animaciones, reportajes, tiraba de Gabriel Pérez (del Servicio Multimedia del Instituto de Astrofísica de Canarias) para hacer vídeos (a él no le gusta nada el protagonismo, pero dudo mucho que lea este post…). Me atrevería a decir que ha sido el telescopio cuya construcción ha tenido uno de los seguimientos informativos más minuciosos de la historia moderna de los telescopios (aunque puedo equivocarme, no soy nada objetiva…).
No se crean. Se me salta alguna lagrimilla…