Decidí escribirte una carta y pensé decirte lo mucho que nada en lo hondo de mi cabeza, decidí entregarme al plumón y recordar entre palabras lo que puede sentir mi alma en sus momentos más delgados, más débiles.
Con papel en mano escribí la primera, la sincera. Y no más que una frase que la misma que has oído siempre...
Perdón.
Escribí la segunda y me di cuenta que no cabe en mi la culpabilidad para decirte tan solo "perdón", por las noches en las que te hice morir de llanto, por las noches en las que no pude mirarte a los ojos y buscar en ellos el brillo que tal vez buscaba mi corazón para encontrar paz. Escribí por esos días en los que tu pelo caía sobre mis mejillas y el mismo viento me recordaba con tu olor la pasión tan grande que era el verte sonreír. No merecías llanto, no merecías deshonra. No me merecías tan siquiera.
Me sentí miserable y el mundo encogía mis manos mientras el llanto iba separando las palabras tristes en aquella segunda carta. Me di cuenta que era débil, que tu amor me había transformado en un hombre sencillo, en un hombre que sufría, en un hombre con poco coraje para pedir perdón como al menos lo merecías. Como al menos me merecías.
Recordé el momento en el que jure a mi alma nunca abandonarte y pensar en ti como mi futuro, mi presente y lo que quedaba en la memoria de mi pasado. Pensé los miles y un momentos en el que tus labios lo negaban pero pedías a gritos los míos, los abrazos no dados, los sentimientos no entregados.
Escribí la tercera carta.
Una carta llena de odio, una carta que tus ojos no merecían tan siquiera contemplar porque mi misma mirada se iba escondiendo de ver tanta maldad entre palabras. Me odiaba, me repudiaba, fingía tenerme tan sólo misericordia pero para qué, para qué ha funcionar la misericordia en hombres como yo que han de amar a momentos egoístas. Hombres que aman a centavos y no pepitas de oro, hombres que amamos a medias naranjas, a mentiras no inculcadas sino que construidas, construidas en miedos, en el "qué dirán".
Escribí tu nombre al final de la tercera carta. No el mío, porque aquella carta era la que nunca haz de escribir, aquella carta que merezco recibir más yo que tus propias manos.
Boté el lápiz y con poca fuerza de voluntad escribí la cuarta carta.
Pensé en tu amor sincero, amor con miedos, amor con temores, temor a encontrar en mí lo que nunca nadie había hecho, el cuestionarme a mi mismo el futuro de mis palabras sin haberlas dicho siquiera.
Pensé en el amor que me darías luego de mis actos y el amor que conservaría en mi por siempre, por ser el primero, el que ha dejado en mi alma el peso de un jardín de rosas. Pensé en las rosas no entregadas por tus lamentos hacia ellas, en lo mucho que nos puede herir su belleza, su finura, en lo mucho que pueden hacernos sentir simples mortales.
Pensé en que me perdonarías porque así era tu amor, puro, sencillo y moldeable. Porque abrí mis ojos y aunque no estaban los tuyos podía ver una mirada brillante, una mirada que sonreía sin importar lo duro y cruel de mis actos, la misma mirada que veía triste tras una fotografía, la mirada que sigo buscando entre compasión, un lápiz y cuatro cartas.
No eran suficientes mis palabras así que escribí la quinta carta.
Pero las fuerzas de voluntad me detuvieron, porque no la merecías. Porque no te merecía.
¡Pero en tantas cartas como no iba a entregarte una palabra sincera! Se sentía absurdo, vacío, lloraba a gritos el pecho, mis manos frías olvidaron cual era la diestra y cual no.
Así que cerré mis ojos y escribí lo que un latido del corazón grito a mis oídos,
"Lo único sincero de un perdón, es el te amo que nunca merecí."