Revista Religión

Cinco milagros en cinco convertidos contemporáneos

Por Joseantoniobenito

En el formidable libro del P. ÁNGEL PEÑA O.A.R. LAS  MANOS  DE  DIOS  EN  LA  HISTORIA  HUMANA APUNTES  PARA  UNA  TEOLOGIA  DE  LA  HISTORIA se nos narran cinco MILAGROS DE  CINCO CONVERSIONES contemporáneas

(www.libroscatolicos.org)

Una prueba más de que Dios existe e influye en la historia humana es la conversión instantánea de grandes ateos. Veamos algún ejemplo significativo.

   André  Frossard

   André Frossard (1915-1995) ha escrito el testimonio de su conversión en su libro Dios existe, yo me lo encontré. En él nos va contando cómo era de esos ateos perfectos, de ésos que ni se preguntan por su ateísmo. Escribe: Un acontecimiento iba a operar en mí una revolución extraordinaria, cambiando en un instante mi manera de ser, de ver, de sentir, transformando tan radicalmente mi carácter que mi familia se alarmó. Todavía la víspera era un muchacho rebelde y fácilmente insolente, es verdad, pero desde el punto de vista de la estadística, normal, gravitando en un círculo de ideas conocidas, teniendo, en materia de educación sentimental, el desorden que se decía propio de su edad... Al día siguiente, era un niño dulce, asombrado, lleno de una alegría grave, que se derramaba sobre unos allegados, desconcertados por la excentricidad de ese cardo, que inopinadamente florecía en rosas [1].

Habiendo entrado a las cinco y diez de la tarde en una capilla del barrio latino de París en busca de un amigo, salí a las cinco y cuarto en compañía de una amistad  que no era de la tierra. Habiendo entrado allí escéptico y ateo de extrema izquierda, volví a salir algunos minutos más tarde, católico, apostólico, romano, llevado, alzado, recogido y arrollado por la ola de una alegría inagotable. Al entrar tenía veinte años. Al salir era un niño listo para el bautismo [2].

Sus padres, ateos y comunistas, se asustaron y lo hicieron examinar por un médico amigo, ateo y buen socialista, que concluyó con que era una crisis de misticismo y que esa crisis duraba generalmente unos dos años. No había más que tener paciencia. Pero su crisis o conversión le duró toda la vida. Incluso, su hermana menor se convirtió pronto y su madre también, aunque bastantes años después. Pero veamos cómo cuenta el suceso clave del momento de su conversión. Era el 8 de julio de 1935 y  su padre era el secretario general del partido comunista francés. Entró a una capilla, donde había Exposición del Santísimo Sacramento, a buscar a su amigo Willemin, pues le parecía que tardaba demasiado. Él dice así: El fondo de la capilla está vivamente iluminado. Sobre el altar mayor, revestido de blanco, hay un gran aparato de plantas, candelabros y adornos. Todo está dominado por una gran cruz de metal labrado, que lleva en el centro un disco de un blanco mate (la custodia). Yo he entrado en iglesias, por amor al arte, pero nunca he visto una custodia e ignoro que estoy ante el Santísimo Sacramento… Mi mirada pasa de la sombra a la luz, va de los fieles a las religiosas inmóviles, de las religiosas al altar. Luego ignoro por qué, se fija en el segundo cirio que arde a la izquierda de la cruz. Entonces, se desencadena bruscamente la serie de prodigios, cuya inexorable violencia va a desmantelar en un instante el ser absurdo que soy y va a traer al mundo, deslumbrado, al niño que jamás he sido…

No digo que el cielo se abre; no se abre, se eleva, se alza de pronto en fulguración silenciosa… Es un cristal  indestructible, de una transparencia infinita, de una luminosidad casi insostenible (un grado más me aniquilaría), un mundo distinto, de un resplandor y de una densidad que despiden  al nuestro a las sombras frágiles de los sueños incompletos. Él es la realidad, él es la verdad, la veo desde la rivera oscura donde aún estoy retenido. Hay un orden en el universo y en su vértice, más allá de este velo de bruma resplandeciente, la evidencia de Dios; la evidencia hecha presencia y la evidencia hecha persona de aquel mismo a quien yo habría negado un momento antes y que es dulce, con una dulzura no semejante a ninguna otra [3].

Dios estaba allí, revelado y oculto por esa embajada de luz que, sin discursos ni figuras, hacía comprenderlo todo, amarlo todo… El milagro duró un mes. Cada mañana volvía a encontrar con éxtasis esa luz que hacía palidecer al día, esa dulzura que nunca habría de olvidar y que es toda mi ciencia teológica… Sin embargo, luz y dulzura perdían cada día un poco de intensidad. Finalmente, desaparecieron sin que, por eso, me viese reducido a la soledad… Un sacerdote del Espíritu Santo se hizo cargo de prepararme para el bautismo, instruyéndome en la religión de la que no he de precisar que no sabía nada. Lo que me dijo de la doctrina cristiana lo esperaba y lo recibí con alegría; la enseñanza de la Iglesia era cierta hasta la última coma, y yo tomaba parte en cada línea con un redoble de aclamaciones, como se saluda una diana en el blanco. Una sola cosa me sorprendió: la Eucaristía, y no es que me pareciese increíble; pero me maravillaba que la caridad divina hubiese encontrado ese medio inaudito de comunicarse y, sobre todo, que hubiese escogido para hacerlo el pan que es alimento del pobre y alimento preferido de los niños. De todos los dones esparcidos ante mí por el cristianismo, ése era el más hermoso [4].

Me sentía agradecido a aquellas ancianas que iban a la primera misa… Un arranque de gratitud me llevaba hacia ellas y hacia todos aquellos que habían guardado la fe; hubiera dicho, por poco, que me habían guardado la fe. La idea de que la religión habría podido desaparecer de la superficie de la tierra antes de mi llegada me daba el escalofrío de los terrores retrospectivos… ¡Qué bien estábamos bajo las vigas de piedra gris en la soledad de esos graneros donde el sacerdote, acompañado por la imperceptible música del amanecer, realizaba en el altar su milagro tranquilo! [5].

   Al salir de la capilla de la calle Ulm, sabía cuatro cosas, o mejor dicho, veía cuatro cosas evidentes que todavía me asombran: hay otro mundo; Dios es una persona; estamos salvados y, paradójicamente, estamos por salvar; la Iglesia (católica) es de institución divina… La Iglesia es de institución divina, porque es Dios quien le confía las almas y no al contrario… Yo no le he dado mi adhesión; he sido conducido a ella como un niño a quien se lleva a la escuela cogido de la mano, o llevado a su familia, a quien él no conocía. Esta sensación de connivencia entre la Iglesia y lo divino ha sido tan fuerte, que siempre me retuvo, no de evaluar los errores cometidos en cada siglo por la gente de Iglesia, sino de tomar la parte por el todo… Su santidad invisible me impresiona, sus debilidades e imperfecciones de aquí abajo me tranquilizan, y me la hacen más próxima. Sucede que tampoco yo soy perfecto [6].

El conoció instantánea e intuitivamente, por revelación de Dios, las verdades de la fe católica, sobre todo, de la Eucaristía y, por eso, amó y vivió nuestra fe hasta las últimas consecuencias. Y dice: ¡Dios mío! Entro en tus iglesias desiertas, veo a lo lejos vacilar en la penumbra la lamparilla roja de tus sagrarios y recuerdo mi alegría. ¡Cómo podría olvidarlo! ¿Cómo echar en olvido el día en que se ha descubierto el amor desconocido por el que se ama y se respira; donde se ha aprendido que el hombre no está solo, que una invisible presencia le atraviesa, le rodea y le espera: que, más allá de los sentidos y de la imaginación, existe otro mundo, al lado del cual el universo material, por hermoso que sea, no es más que vapor incierto y reflejo lejano de la belleza de quien lo ha creado? [7].

André Frossard, miembro de la Academia francesa y el mejor escritor católico francés del siglo XX, que ha escrito muchos libros para fomentar nuestra fe y que creía firmemente en la presencia real de Jesús en la Eucaristía. Él sabía por experiencia, que Dios es Amor. Las últimas palabras, que como broche de oro, pone en el libro de su conversión son: Amor, para llamarte así, ni toda la eternidad será suficiente, que es como decir: Señor, te amo tanto que ni toda la eternidad será suficiente para decirte cuánto te amo.

   Alexis  Carrel

   Alexis Carrel (1873–1944) era un joven médico francés de Lyon de 30 años, cuando reemplazó a uno de sus compañeros para ir como médico a una peregrinación de 300 enfermos al santuario de Lourdes, en julio de 1903.

No creía en Dios ni en milagros. Era un científico, que sólo creía en la razón, pero era un hombre sincero y, al final del viaje, debió reconocer que existía Dios y lo sobrenatural. Él nos cuenta su aventura espiritual en su libro Viaje a Lourdes, donde él escribe sus impresiones bajo el nombre de Dr. Lerrac (el revés de Carrel).

Dice así: El tren se detuvo antes de entrar en la estación de Lourdes. Las ventanillas se llenaron de cabezas pálidas, extáticas, alegres, en un saludo a la tierra elegida, donde habrían de desaparecer los males… Un gran anhelo de esperanza surgía de estos deseos, de estas angustias y de este amor [8].

Al llegar los enfermos al hospital, Lerrac se acercó a la cama que ocupaba una joven enferma de peritonitis tuberculosa… María Ferrand (su verdadero nombre era María Bailly) tenía las costillas marcadas en la piel y el vientre hinchado. La tumefacción era casi uniforme, pero algo más voluminosa hacia el lado izquierdo. El vientre parecía distendido por materias duras y, en el centro, notábase una parte más depresible llena de líquido. Era la forma clásica de la peritonitis tuberculosa… El padre y la madre de esta joven murieron tísicos; ella escupe sangre desde la edad de quince años; y a los dieciocho contrajo una pleuresía tuberculosa y le sacaron dos litros y medio de líquido del costado izquierdo; después tuvo cavernas pulmonares y, por último, desde hace ocho meses sufre esta peritonitis tuberculosa. Se encuentra en el último período de caquexia. El corazón late sin orden ni concierto. Morirá pronto, puede vivir tal vez  unos días, pero está sentenciada [9].

A María Ferrand, después de hacerle unas abluciones con el agua milagrosa de la Virgen, porque su estado era sumamente grave y no se atrevieron a meterla en la piscina, la llevaron ante la imagen de la Virgen en la gruta.

La mirada de Lerrac se posó en María Ferrand y le pareció que algo había cambiado su aspecto, parecía que su cutis tenía menos palidez… Lerrac se acercó a la joven y contó las pulsaciones y la respiración y comentó: La respiración es más lenta. Evidentemente, tenía ante sus ojos una mejoría rápida en el estado general. Algo iba a suceder y se resistió a dejarse llevar por la emoción. Concentró  su mirada  en María Ferrand sin mirar a nadie más. El rostro de la joven, con los ojos brillantes y extasiados, fijos en la gruta, seguía experimentando modificaciones. Se había producido una importante mejoría. De pronto, Lerrac se sintió palidecer al ver cómo, en el lugar correspondiente a la cintura de la enferma, el cobertor iba descendiendo, poco a poco, hasta el nivel del vientre…

En la basílica acababan de dar las tres de la tarde. Algunos minutos después, la tumefacción del vientre pareció que había desaparecido por completo…

Aquel suceso inesperado estaba en contradicción con todas sus ideas y previsiones y le parecía estar soñando. Le dieron una taza llena de leche a la joven y la bebió por entero. A los pocos momentos, levantó la cabeza, miró en torno suyo, se removió algo y reclinóse sobre un costado sin dar la menor muestra de dolor. Eran ya cerca de las cuatro. Acababa de suceder lo imposible, lo inesperado, ¡el milagro! Aquella muchacha agonizante poco antes, estaba casi curada [10].

Esto no puede ser una peritonitis nerviosa, pensaba. Ofrecía síntomas demasiado acusados y absolutamente claros… Hacia las siete y media volvió al hospital, ardiendo de curiosidad y angustia…

Quedóse mudo de asombro. La transformación era prodigiosa. La joven, vistiendo una camisa blanca, se hallaba sentada en la cama. Los ojos brillaban en su rostro, gris y demacrado aún, pero móvil y vibrante, con un color rosado en las mejillas. Las comisuras de sus labios en reposo, conservaban todavía un pliegue doloroso, impronta de tantos años de sufrimientos, pero de toda su persona emanaba una indefinible sensación de calma, que irradiando en torno suyo, iluminaba de alegría la triste sala.

- Doctor, estoy completamente curada, dijo a Lerrac, aunque me siento débil… La curación era completa. Aquella moribunda de rostro cianótico, vientre distendido y corazón agitado, habíase convertido en pocas horas en una joven casi normal, sólamente demacrada y débil… ¡Es el milagro, el gran milagro, que hace vibrar a las multitudes, atrayéndolas alocadas a Lourdes! ¡Qué feliz casualidad ver cómo, entre tantos enfermos, ha sanado la que yo mejor conocía y a la que había observado largamente! [11].

María Ferrand (María Bailly), la curada por la Virgen, se hizo religiosa de la caridad, de San Vicente de Paul, y murió en 1937.

Alexis Carrel (Dr. Lerrac), después del milagro, publicó algunos escritos sobre este hecho en los periódicos y revistas, pero fue marcado por el ambiente anticlerical de sus colegas, por lo que no le quisieron dar ningún trabajo.

Esto fue providencial; pues, buscando empleo, fue al Instituto Rockefeller de Nueva York a investigar y, como premio de sus investigaciones, a los diez años del milagro, recibió el premio Nóbel de Medicina. Murió en París en noviembre de 1944. Según afirmó el sacerdote que lo atendió en los últimos momentos, se confesó, comulgó, recibió la unción de los enfermos y dijo: Quiero creer y creo todo lo que la Iglesia católica quiere que creamos y para ello no experimento dificultad alguna, porque no hallo nada que esté en oposición real con los datos ciertos de la ciencia [12].

   Manuel  García  Morente

Manuel García Morente (1886-1942), gran filósofo español, nos cuenta en la carta que dirigió a su director espiritual Monseñor José María García Lahiguera, en setiembre de 1940, el hecho extraordinario de su conversión.

Él era ateo, aunque había hecho de niño su primera comunión. Pero sus estudios de filosofía lo habían alejado de Dios y de la religión. Al comenzar la guerra civil española, tuvo que huir a Francia, porque lo buscaban para matarlo. Estaba en París, desesperado por no encontrar los medios humanos para conseguir que su familia llegara a París para estar a salvo con él. En esas circunstancias, la noche del 29 al 30 de abril de 1937, escuchó un trozo de música de Berlioz, titulada La infancia de Jesús, que lo dejó con una gran paz interior. Dice así: Una inmensa paz se había adueñado de mi alma. Es verdaderamente extraordinario e incomprensible cómo una transformación tan profunda pueda verificarse en tan poco tiempo… En el relojito de pared sonaron las doce. La noche estaba serena y muy clara. En mi alma reinaba una paz extraordinaria. Me parece que debía sonreír… Pensé: Lo primero que haré mañana será comprarme un libro devoto y algún manual de doctrina cristiana. Aprenderé las oraciones, me instruiré lo mejor que pueda en las verdades dogmáticas, procurando recibirlas con la inocencia del niño… Compraré también los santos Evangelios y una vida de Jesús. "¡Jesús, Jesús! ¡Bondad! ¡Misericordia! Una figura blanca, una sonrisa, un ademán de amor, de perdón, de universal ternura. ¡Jesús!". Debí quedarme dormido.

Me puse en pie, todo tembloroso y abrí de par en par la ventana. Una bocanada de aire fresco me azotó el rostro. Volví la cara hacia el interior de la habitación y me quedé petrificado. Allí estaba Él. Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no lo tocaba. Pero Él estaba allí. En la habitación no había más luz que la de una lámpara eléctrica, de esas diminutas de una o dos bujías en un rincón. Yo no veía nada, no oía nada, no tocaba nada. No tenía la menor sensación. Pero Él estaba allí. Yo permanecía inmóvil, agarrotado por la emoción. Y le percibía; percibía su presencia con la misma claridad con que percibo el papel en que estoy escribiendo y las letras que estoy trazando. Pero no tenía ninguna sensación ni en la vista, ni en el oído ni en el tacto ni en el olfato ni en el gusto. Sin embargo, lo percibía allí presente con entera claridad. Y no podía caberme la menor duda de que era Él, puesto que lo percibía, aunque sin sensaciones. ¿Cómo es eso posible? Yo no lo sé. Pero sé que Él estaba allí presente y que yo, sin ver ni oír ni oler, ni gustar, ni tocar nada, lo percibía con absoluta e indubitable evidencia… No sé cuánto tiempo permanecí inmóvil y como hipnotizado ante su presencia. Sí sé que no me atrevía a moverme y que hubiera deseado que todo aquello -Él allí- durara eternamente, porque su presencia me inundaba de tal y tan íntimo gozo que nada es comparable al deleite sobrehumano que yo sentía…

Era una caricia infinitamente suave, impalpable, incorpórea, que emanaba de Él y que me envolvía y me sustentaba en vilo, como la madre que tiene en sus brazos al niño… ¿Cómo terminó la estancia de Él allí? Tampoco lo sé. Terminó. En un instante desapareció. Una milésima de segundo antes estaba Él aún allí y yo lo percibía y me sentía inundado de ese gozo sobrehumano que he dicho. Una milésima de segundo después, ya Él no estaba allí, ya no había nadie en la habitación… Debió durar su presencia un poco más de una hora [13].

Y fue tal el impacto recibido que decidió dedicar toda su vida al servicio de Dios. Fue ordenado sacerdote en 1940 y murió en Madrid el 7 de diciembre de 1942.

   Alfonso  de  Ratisbona

   Alfonso de Ratisbona (1814-1884). Era un rico banquero judío. El 20 de enero de 1842 salió a dar un paseo con su amigo católico Teodoro de Bussières y dice: Si alguien me hubiera dicho en la mañana de aquel día: te has levantado judío y te acostarás cristiano; si alguien me hubiera dicho eso, lo habría mirado como al más loco de los hombres. Después de haber almorzado en el hotel y llevado yo mismo mis cartas al correo, me dirigí a casa de mi amigo Gustavo… Hablamos de caza, de placeres, de diversiones del carnaval. No podían olvidarse los festejos de mi matrimonio…

   Si en ese momento, era mediodía, un tercer interlocutor se hubiese acercado a mí y me hubiera dicho: Alfonso, dentro de un cuarto de hora adorarás a Jesucristo, tu Dios y Salvador; y estarás prosternado en una pobre iglesia; y te golpearás el pecho a los pies de un sacerdote, en un convento de jesuitas, donde pasarás el carnaval preparándote al bautismo; dispuesto a inmolarte por la fe católica; y renunciarás al mundo, a sus pompas, a sus placeres, a tu fortuna, a tus esperanzas, a tu porvenir; y, si es preciso, renunciarás también a tu novia, al afecto de tu familia, a la estima de tus amigos, al apego de los judíos...; ¡y sólo aspirarás a servir a Jesucristo y a llevar tu cruz hasta la muerte!..."; digo que si algún profeta me hubiera hecho una predicción semejante, sólo habría juzgado a un hombre más insensato que ése: ¡al hombre que hubiera creído en la posibilidad de tamaña locura! Y, sin embargo, ésta es hoy la locura causa de mi sabiduría y de mi dicha.

Al salir del café encuentro el coche de Théodore de Bussieres. El coche se detiene; se me invita a subir para dar un paseo. El tiempo es magnífico y acepté gustoso. Pero M. Bussieres me pidió permiso para detenerse unos minutos en la iglesia de Sant´Andrea delle Fratte, que se encontraba casi junto a nosotros, para una comisión que debía desempeñar; me propuso esperarle dentro del coche; yo preferí salir para ver la iglesia…

La iglesia de San Andrés es pequeña, pobre y desierta; creo haber estado allí casi solo. Ningún objeto artístico atraía en ella mi atención. Paseé maquinalmente la mirada en torno a mí, sin detenerme en ningún pensamiento; recuerdo tan sólo a un perro negro que saltaba y brincaba ante mis pasos. Enseguida el perro desapareció, la iglesia entera desapareció, ya no vi, o más bien, ¡Oh, Dios mío, vi una sola cosa! ¿Cómo sería posible explicar lo inexplicable? Cualquier descripción, por sublime que fuera, no sería más que una profanación de la inefable verdad. Yo estaba allí, prosternado, en lágrimas, con el corazón fuera de mí mismo, cuando M. de Bussieres me devolvió a la vida.

   No podía responder a sus preguntas precipitadas; mas al fin, tomé la medalla que había colgado sobre mi pecho; besé efusivamente la imagen de la Virgen, radiante de gracia. ¡Oh, era, sin duda, Ella! No sabía dónde estaba. Sentí un cambio tan total que me creía otro. Buscaba cómo reencontrarme y no daba conmigo. La más ardiente alegría estalló en el fondo de mi alma. No pude hablar, no quise revelar nada; sentí en mí algo solemne y sagrado que me hizo pedir un sacerdote. Se me condujo ante él y, sólo después de recibir su positiva orden, hablé como pude: de rodillas y con el corazón estremecido.

Mis primeras palabras fueron de agradecimiento para M. de La Ferronays y para la archicofradía de Nuestra Señora de las Victorias. Sabía de una manera cierta que M. de La Ferronays había rezado por mí; no sabría decir cómo lo supe ni tampoco podría dar razón de las verdades, cuya fe y conocimiento había adquirido. Todo lo que puedo decir es que, en el momento de la bendición, la venda cayó de mis ojos; no sólo una, sino toda la multitud de vendas que me habían envuelto desaparecieron sucesiva y rápidamente, como la nieve y el barro y el hielo bajo la acción del sol candente.

   Todo lo que sé es que, al entrar en la iglesia, ignoraba todo; que saliendo de ella, veía claro. No puedo explicar ese cambio, sino comparándolo a un hombre a quien se despertara súbitamente de un profundo sueño; o, por analogía, con un ciego de nacimiento que, de golpe, viera la luz del día: Si no se puede explicar la luz física, ¿cómo podría explicarse la luz que en el fondo es la verdad misma? Creo decir la verdad al afirmar que yo no tenía ciencia alguna de la letra de los dogmas, pero entreveía su sentido y su espíritu. Sentía, más que veía esas cosas; y las sentía por los efectos inexpresables que produjeron en mí. Todo ocurría en mi interior. Y esas impresiones, mil veces más rápidas que el pensamiento, no habían tan sólo conmocionado mi alma, sino que la habían como vuelto al revés, dirigiéndola en otro sentido, hacia otro fin y hacia una nueva vida. A partir de ese momento, el amor de Dios había ocupado en mí el lugar de cualquier otro amor [14].

  

   Alfonso de Ratisbona lo dejó todo, incluso a su novia, y se hizo sacerdote y llegó a ser un santo. Ahora se le conoce como san Alfonso de Ratisbona. Su amigo Teodoro de Bussières escribió un libro sobre su conversión, donde refiere que le dijo así: La he visto, la he visto. Todo el edificio desapareció de mi vista, vi un gran resplandor y en medio de aquel resplandor sobre el altar, se me apareció erguida, esplendida, llena de majestad y dulzura la Virgen María y me sonrió. No me dijo nada, pero yo lo comprendí todo [15].

   En la iglesia de Sant´Andrea delle Fratte, donde ocurrió el milagro, hay una inscripción que dice: El 20 de enero de 1842 Alfonso de Ratisbona de Estrasburgo vino aquí judío empedernido. La Virgen se le apareció como la ves. Cayó judío y se levantó cristiano. Extranjero, lleva contigo este precioso recuerdo de la misericordia de Dios y de la Santísima Virgen.



[1]  André Frossard, Dios existe, yo me lo encontré, Ed. Rialp, Madrid, 2001, p. 133.

[2]  Ib. p. 6.

[3]  Ib. pp. 155-158.

[4]  Ib. pp. 162-164.

[5]  Ib. p. 137.

[6]  Frossard André, ¿Hay otro mundo? Ed. Rialp, Madrid, 1981, pp. 51-52.

[7]  Ib. p. 11.

[8]  Alexis Carrel, Viaje a Lourdes, Ed. Iberia, Barcelona, 1957, p. 57.

[9]  Ib. p. 50.

[10]  Ib. pp. 60-61.

[11]  Ib. pp. 64-66.

[12]  Ib. p. 13.

[13]  Manuel García Morante, El hecho extraordinario, Ed. Rialp, Madrid, 2002, pp. 36-43.

[14]  André Frossard, ¿Hay otro mundo?, Ed. Rialp, Madrid, 1981, pp. 32-36.

[15]  Teodoro de Bussières, Conversión de Alfonso María de Ratisbona, Ed. Balmes, Barcelona, 1951.


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