Editorial Alba. 435 páginas. 1ª edición: desde
1889 hasta 1895. Esta edición: 2015.
Selección, traducción, introducción y notas de Víctor Gallego
Ballestero
La primera vez que leí a Antón P. Chéjov (Taganrog, 1860-Badenweiller,
1904) fue en 1996. Compré en El Corte Inglés (al abrir el minilibro de Chéjov
ha aparecido el ticket) dos de aquellos pequeños volúmenes de Alianza Cien: La corista y otros cuentos
de Antón P. Chéjov y Relatos
de Juan Rulfo. Es posible que me
acercara a Chéjov (no lo recuerdo con exactitud) porque había sido deslumbrado
no mucho antes por los cuentos de Raymond
Carver y en la solapa de los libros de Anagrama leyera que a Carver se le consideraba
«el Chéjov americano». Lo cierto es que me gustaron bastante más los cuentos de
Rulfo que los de Chéjov. Con veintidós años leí el famoso La señora del perrito, y
me causó cierta sensación de indiferencia y decepción. Esto no impidió que comprara
–también en Alianza‒ el libro La señora del perrito y otros cuentos.
Si no recuerdo mal, mi percepción de Chéjov mejoró entonces, pero seguía sin
entender su magisterio. En la universidad, un compañero me dejó otro de sus
libros editado por Alianza: El pabellón número seis. Esta vez,
la lectura sí que me conmovió profundamente. Sin embargo, no comprendí por qué a
Chéjov se le consideraba el maestro del relato moderno hasta años más tarde,
cuando me acerqué al volumen Cuentos imprescindibles, editado y
prologado por Richard Ford. En el
prólogo leí algo para mí revelador: Ford leyó por primera vez La dama del perrito en la universidad y
no se atrevió a decir entonces que no le gustaba, que le había causado
perplejidad el tono menor en el que, en apariencia, estaba escrito el cuento.
Fue más tarde, ya adulto, cuando Ford comprendió su sutilidad y pudo
disfrutarlo. Creo que yo experimenté una sensación parecida con ese cuento y
los demás de Chéjov: no fue hasta la lectura de los Cuentos imprescindibles, seleccionados por Richard Ford, cuando
empecé a disfrutar de verdad del Chéjov cuentista. Leí en este volumen La dama del perrito por tercera vez y me
di cuenta de que, con treinta años, algo había cambiado en mí. La lectura del
cuento era otra entonces, una lectura mucho más profunda y enriquecedora.
Lo raro es que, no mucho después,
compré otra antología de cuentos de Chéjov, cuya selección sólo coincidía en
uno con la de Ford, y aún no la he leído.
Sin embargo, un viernes del
último invierno, un día especialmente frío, me acerqué hasta la librería de
segunda mano que está ubicada en la plaza de Manuela Malasaña con unos cuantos
libros de los que mi novia y yo queríamos deshacernos. Los míos los cambié por
dos de Alba: Cinco novelas cortas y La estepa / En el barranco, ambos de
Chéjov.
Lo cierto es que cada vez me
gusta más la editorial Alba; uno puede confiar en sus reediciones de los clásicos
y en sus cuidadas traducciones.
Chéjov nunca escribió una novela
larga. Víctor Gallego apunta en su prólogo que, según Nabokov, no habría podido
escribir nunca una buena novela larga porque él era «un velocista, no un
corredor de fondo». Las cinco novelas cortas aquí reunidas van desde las 64
páginas de Una historia aburrida (1889), hasta las 114 de El
duelo (1891).
En Una historia aburrida
(1889), un prestigioso profesor universitario de 62 años sabe que su muerte se
acerca. Pese al reconocimiento del mundo académico, la fortuna económica no le
acompaña y, lo que es aún más grave para él, sus recuerdos no son los que
piensa que debe tener un gran hombre, ni sus ideas. Por las noches le asalta el
insomnio terrible y reflexiona: «Los pensamientos que albergo son ruines y
mezquinos, pretendo engañarme a mí mismo» (pág. 58). Mira a su mujer, llena de
preocupaciones ordinarias, y no reconoce a la joven de la que se enamoró. Sus
hijos parecen ser otra fuente de decepción para él, aunque al final apunte: «Sólo
un hombre estrecho de miras o amargado puede albergar rencor por personas
normales por la simple razón de que no son héroes» (pág. 22). Tal vez sean los
sentimientos que siente hacia su joven y desengañada ahijada lo que le salve.
Esta novela corta tiene poco más
de 60 páginas, y en ella Chéjov usa elementos constructivos que provienen de
las técnicas con las que escribía relatos cortos: no hay aquí escenas
explosivas, todo está contado –y en gran parte sugerido‒ de manera muy sutil.
El tiempo pasa erosionando lentamente a las personas, parece decirnos Chéjov.
El duelo (1891) es, con
sus 114 páginas, la composición más larga del libro (y puede que de su obra
narrativa); además, es el texto de Chéjov en el que aparecen más personajes. Un
joven apático y nihilista languidece en un pueblo del Cáucaso junto a su
amante, una mujer casada. Las antipatías que otras personas del pueblo sienten
hacia él llevarán a nuestro héroe a batirse en duelo. Está muy bien insertado
en el cuerpo de la novela el efecto del clima sobre las personas, un tiempo
caluroso que ablanda el espíritu.
Recuerdo que en la novela Suave
es la noche de Francis Scott
Fitzgerald, uno de los personajes adquiere una personalidad más fuerte tras
pasar por la experiencia de batirse en duelo. Pienso ahora que Fitzgerald
seguramente habría leído con fruición a Chéjov.
Una de las características de El duelo que más me han llamado la
atención, un detalle que se repite de forma insistente en las cinco obras aquí
recogidas, es la presencia de lo literario en la conciencia de los personajes,
que suelen invocar en sus diálogos o pensamientos a personajes de novelas,
sobre todo rusas, pero también francesas, inglesas o alemanas. Así, dice el
narrador de El duelo: «La pasada
noche, por ejemplo, me consolé pensando todo el tiempo: “¡Ah, cuánta razón
tiene Tolstói! ¡Es despiadado, pero tiene toda la razón!”. Y estas consideraciones
me alivian. En verdad, amigo, es un escritor soberbio, dígase lo que se diga»
(pág. 83). En la página 94 leemos: «Soy tan indeciso como Hamlet –iba pensando Laievski
por el camino‒. ¡Cuánta razón tenía Shakespeare! ¡Ah, cuánta razón!». En Tres
años (1985), una joven novia reflexiona sobre su vida en estos
términos: «En las Sagradas Escrituras se decía que la esposa debe amar a su
marido, y en las novelas se concedía gran importancia al amor» (pág. 359).
La sala número seis
(1892) ya la había leído (aunque traducida como El pabellón número seis) y, a pesar de los años transcurridos,
recordaba su evolución y su final desgarrado bastante bien. Aunque la capacidad
de sorpresa de este texto ha sido, por tanto, menor, su lectura ha vuelto a
conmoverme profundamente. Además del paso del tiempo y el desgaste que éste
supone para las relaciones o las esperanzas de las personas, otro de los
grandes temas de estas historias es el de la soledad y la incomprensión. Los
personajes de Chéjov no se sienten escuchados; por ejemplo, el médico que
visita la sala número 6 del hospital encuentra en uno de los locos a uno de los
mejores oradores de la ciudad, lo que le llevará a ser él mismo confundido con
un loco. Una historia terrible.
Relato de un desconocido
(1893), en el que un posible terrorista entra al servicio de un señor de la
ciudad con la intención de acercarse a los pasos de su padre (su enemigo
político), se acerca tal vez al planteamiento político de la lucha de clases;
pero Chéjov no es un escritor político sino de sentimientos, y el patético amor
que el aprendiz de terrorista acaba sintiendo por la amante del señor teñirán
esta historia de un profundo aire melancólico. Una novela con un final, como
viene siendo habitual, muy conmovedor; en él, el foco de acción se desvía, de
forma sutil, hacia uno de los personajes secundarios, víctima inocente del
drama narrado.
Me acerqué a la quinta novela,
titulada Tres años (1895), pensando que Chéjov ya no conseguiría
sorprenderme. Había leído algunas reseñas del libro en internet y ninguna destacaba
esta pieza. Sin embargo la novela, sobre un burgués moscovita de treinta y
cuatro años que pide matrimonio a una joven provinciana de veintiuno, consiguió
emocionarme de nuevo sin remisión. Al principio, el autor nos habla de la
incapacidad de la pareja para entenderse, para colmar sus anhelos, y después
nos muestra cómo se van acomodando y adaptando a sus vidas, y lo hace de manera
magistral.
La novela tiene un trasfondo
social, ya que en algún caso se describen las malas condiciones de vida de los
empleados de la empresa del padre de nuestro burgués. Pero la narración jamás
se desliza hacia la caricatura: nuestros burgueses son incapaces de alcanzar la
felicidad y son tan patéticos como el más pobre empleado.
Al leer Tres años, he recordado
la novela corta La infancia de un jefe, de Jean
Paul Sartre. Imagino que, al igual que Scott Fitzgerald leyó a Chéjov, como
ya apunté antes, también Sartre lo hizo. El final de Tres años me ha resultado también de una gran sutilidad y
melancolía.
Antón P. Chéjov ha pasado a la
historia de la literatura como el maestro del relato moderno, pero me atrevo a
decir que, si nunca hubiese escrito un relato y sólo conociésemos de él estas
novelitas, podríamos considerarle uno de los grandes maestros de la novela
corta.