Es necesario liberarse de cualquier expectativa, de cualquier estructura, de toda sed de relato, para poder asomarse a la obra de Narcisa Hirsch, la artista laboriosa e incansable nacida en 1928 que, junto a un pequeño grupo de pares –por el ansia de experimentar con la imagen en movimiento–, desafiaron tanto al cine político clandestino como a las narraciones independientes sin perder su propio gesto revolucionario. A esa obra es posible asomarse ahora que, por iniciativa del sello mQ2, se edita por primera vez. Y saber por qué esta mujer que ahora mismo planea una performance a modo de venganza hacia los hombres –“poder mirar una y no tener que ser mirada es una revancha”, dice– contribuyó a redefinir el lenguaje fílmico en la Argentina contracultural de los ’60 y ’70.
“Escribir, filmar una autobiografía. Escribir. Filmar la vida, la propia vida, la nuda vida... ¿Qué vida? Si tomamos la vida desde el mito del nacimiento hasta el mito de la muerte, si tomamos la vida en su linealidad como si fuera una película, pocos fotogramas se iluminan. Las inscripciones visibles en la materia son aisladas, salteadas. Chispazos. En la larga secuencia de los fotogramas, lo que hay son fotogramas blancos, o blancos y negros alternados. Como aquella película, The Flicker, un parpadeo y un rumor”, apunta Narcisa Hirsch al momento de garabatear unas notas autobiográficas que den tímida cuenta de quién es ella, la mujer visual que, desde los ’60, se ha vuelto pivote y referente total del cine experimental en Argentina.
Ocurre que –evocativa, provocativa, onírica, surrealista, underground– la obra pionera de esta berlinesa nacida en 1928 e instalada en Buenos Aires desde pequeña funda un universo personal e ingobernable donde el relato lineal es negado, lo narrativo es negado, y queda en cambio la sensación vivida, la experiencia de una percepción renovada, lo desconocido y –por qué no–, lo sublime y la libertad. Con sus prolíficas realizaciones, Narcisa ha concretado (y continúa haciéndolo) aquel postulado que la acompaña desde siempre: “El cine experimental es poesía”.
Así lo demuestran películas como Come Out (1971), Taller (1975), Diarios Patagónicos 1 (1972-1973), Testamento y vida interior (1977), Homecoming (1978), Ama-zona (1983), A Dios (1989), Rumi (1999), Aleph (2005) o El mito de Narciso (2011), films que –por obra y gracia de los realizadores Daniel Böhm y Bruno Stecconi– finalmente se lanzan para el público gracias a la iniciativa de la dupla y su sello mQ2, novísima editorial especializada en cine y video experimental que sale al ruedo con un DVD doble y un cuidado libro de textos críticos sobre la obra de Narcisa.
Curada por Victoria Sayago, esta primera publicación y su selección fílmica reencuentra (o encuentra, según sea el caso) al público con la mujer que no se cansa de sostener: “No hay un yo que se pueda conocer”. Aun así, presta casa, rato y oído para charlar con Las12 y hacer el intento de desentrañar algo de ese yo que fuera parte de la contracultura de los ’60.
El año pasado, el Bafici te dedicó una retrospectiva; este año, la novísima mQ2 sale al ruedo editando una selección de tus películas ¿A qué creés que se deba este tardío reconocimiento?
–Creo que hay un revival de la joven generación que quiere saber qué pasó en los ’60 y ’70, la gran época de la contracultura: jóvenes que buscan, encuentran y, de repente, escuchan un tocadiscos. Corre hacia una época donde la polémica era constante, un momento de profundas ideologías políticas, ideologías artísticas e, incluso, ideologías religiosas. Recordemos que, en aquel entonces, venían gurúes a Buenos Aires y cada uno formaba su banda, su religión; recordemos que la gente tomaba ácido como experiencia metafísica de expansión de la conciencia, de liberación del inconsciente; todo muy iniciático, muy ritual. Eso terminó, se disolvió. Lo concreto es que antes había cine experimental hecho por un grupo invisible que nadie veía y ahora, de repente, ha hecho un estallido hacia lo público, aunque condicionado por las circunstancias históricas. Hoy hay un interés donde antes no había ninguno. De hecho, cuando alguien me preguntaba qué hacía de mi vida y yo respondía que era directora de cine experimental, no le significaba nada. Sin ir más lejos, cuando nosotros mostrábamos una película nueva, ¡había diez personas con toda la furia! La gente se podía interesar por, digamos, La hora de los hornos, que estaba prohibida y era clandestina; por lo que nosotros hacíamos, no. Lo que antes fue atacado y agredido, hoy se acepta de buena gana, sin la actitud de barricada que vivimos en aquellos días.
Había una crítica muy dura del cine clandestino o cine político hacia el cine experimental porque no veían el gesto político que implicaba salirse de las estructuras, de la industria cinematográfica y hacer otro tipo de films...
–La realidad es que el arte es subversivo, en tanto –como diría Paul Klee– hace visible lo invisible. Y algo es seguro: yo sí que era invisible (se ríe). Por eso estas invitaciones o compendios que me llegan tardíamente me parecen tan raros e inusuales... Que en Argentina exista esta edición pionera de mQ2 me parece un comienzo. De todas formas, aclaro: yo era feliz haciendo cine sin que nadie me mirara, sin que nadie interviniera, sin que nadie quisiera comprarlo. Era la libertad pura, y ésa es una manera muy linda de trabajar.
Uno de los espacios de difusión del cine experimental por aquel entonces fue Uncipar (Unión de Cineastas de Paso Reducido), que nucleaba a aficionados que filmaban caseramente. ¿Eran aquellos encuentros tan fervorosos como suele relatarse?
–Uncipar fue el primer lugar donde mostré públicamente mi obra. Era un espacio donde la gente que hacía películas de 35 mm casi sin dinero –generalmente narrativas, de ficción– pasaba sus films. Lo mío y lo de Claudio Caldini era completamente distinto y, por eso, el público se sentía agredido. “Esto no es cine”, nos gritaban. “Mi hijo de cinco años hace una cosa mejor”, nos decían.
¿Por qué creés que se sentían tan atacados?
–Porque en esa época no podías no estar de un lado o del otro: tenías que elegir tu bando. La época estaba configurada como una permanente revolución y el cine experimental era un tercer punto: ni cine convencional de salas ni cine político de ideología militante. Lo nuestro tenía que ver con la poesía, y la poesía también es subversión.
¿Cómo llegó esta forma de expresión a tu vida?
–La primera película de cine experimental que vi fue Wavelength, del canadiense Michael Snow. Fue en el MoMA, en Nueva York, y recuerdo que la gente se levantaba y se iba... Era un zoom de 45 minutos donde no pasaba nada y, después de los primeros diez minutos, yo estaba clavada al cielorraso. Pero entonces pensé: “Esto en algún momento termina”, me relajé y empecé a ver; pude ver. Después me contaron que Snow tenía una película que era una diapositiva de un estante de su taller y su voz describiendo lo que se veía en dicho estante. Me interesó la idea y quise darle una vuelta más; entonces filmé con cámara fija una pared de mi taller y fui describiendo lo que no se veía, y así nació Taller. Un amigo mío, Federico Windhausen, crítico y curador que enseña cine experimental en San Francisco, conocía esta historia y, en un festival, se topó con MS y se la contó; así fue como entre los dos cocinaron la idea de exponer ambas películas juntas para yo viera la famosa A Casing Shelved y él viera Taller, cosa que ocurrió muy recientemente en Canadá. Lo que son las casualidades de la vida...
Recuerdo que en Taller decías que un día ibas a filmar todas tus radiografías para ver tu vida interior...
–Y lo hice. Tengo varias cosas corporales. Una vez me hice un estudio neurológico, me aplicaron unos sensores y comencé a escuchar mi propia sangre fluyendo por las venas. Qué interesante eso, ¿no? Más tarde pregunté si podía filmarlo y aunque no estaban muy contentos, me dieron el ok, así que tengo el sonido de mis arterias grabado, sonido que usé en más de una oportunidad.
Yendo un poquito más hacia atrás, vos venías de la pintura...
–Exacto. Entre los ’50 y ’60 hice dibujo, grabado, pintaba con óleo, cemento, arena, cosas con relieve. Varias veces expuse en Lirolay, la galería de vanguardia del momento. Pero poco a poco comencé a salirme de la pintura. Era la época del Di Tella, de Jorge Romero Brest, un gurú muy potente de aquel entonces. Aunque no pertenecí al Di Tella (nunca me invitaron), me interesó ese movimiento y cuando Romero Brest dictaminó que la pintura de caballete había muerto, dije “chau” y con un grupo de gente comenzamos a salir a la calle y a hacer happenings. Si no me querían dentro de la sala, tenía el mundo entero para hacer lo que quisiera...
Entonces saliste a regalar manzanas y muñequitos en calle Florida...
–Sí, con Marie Louise Alemann y Walter Mejía, un amigo colombiano maestro de yoga. ¡Y se armó un tole tole! La gente se agolpaba, se llevaba todo puesto y llegó la policía para dispersar. La experiencia de los muñecos la repetí en Nueva York y Londres y sólo acá generó esa ansiedad. Los ingleses participaban sin exaltación; los norteamericanos ni siquiera paraban, seguían de largo.
Quizás el happening más famoso que realizaras fue La Marabunta (1967), una metáfora sobre la antropofagia que consistía en la escultura de un gran esqueleto femenino cubierto de comida donde las hormigas gigantes eran los propios espectadores...
–Fue una pieza muy significativa que realizamos en el foyer del teatro Coliseo durante el estreno de la película Blow-Up, de Antonioni. Mi intención era ponerlo en la vereda de, por ejemplo, el Bellas Artes, pero pregunté en varios lugares y en todos lados me dijeron que no. Hasta que Clemente Lococo, dueño de varios cines (incluido el Coliseo), aceptó y me dijo esa frase mítica que repito tanto: “En Argentina, nunca pida permiso, señora. Usted haga nomás, que ya después se arregla uno de alguna manera”. Medio año habíamos trabajado en La Marabunta, obra que implicó un gran despliegue, con música electrónica, cotorras vivas en el cráneo, palomas pintadas con colores fosforescentes en el vientre. Cuatro docenas de bananas le caían de la cabeza y sándwiches, tortas y todo tipo de comida revestían el cuerpo. Para filmar el evento, Aldo Sessa, entonces director de Laboratorios Alex, me recomendó a un muchacho para que oficiara de cameraman y filmara el proyecto, y ese muchacho era Raymundo Gleyzer. Después editamos juntos ese material y ahí me empecé a entusiasmar con el cine, a partir de la edición de ese hecho cinematográfico. Fue entonces cuando empecé a filmar. Yo tenía una cámara de 16 mm a cuerda, casera, que también usaba Marie Louise. Después se fue armando un grupo de gente (nota de la redacción: Claudio Caldini, Horacio Vallereggio, Juan Villola, Juan José Mugni) que llegamos al Súper 8 filmando cada uno por su lado, pero proyectando juntos, prestándonos equipo, asistiéndonos los unos a los otros. Como Marilú (Marie Louise Alemann) trabajaba para el Instituto Goethe presentando películas de Fassbinder o Wenders, entonces se interesaron por nosotros y nos prestaron una sala para proyectar, lo cual implicó una gran protección porque estábamos en plena dictadura.
¿Entendían lo que hacían como un gesto político?
–Yo personalmente no. Estaba como sonámbula de mi vida en aquel entonces; hacía lo que hacía sin ninguna dirección. No estaba politizada ni militaba para un bando ni para el otro. Estaba en una tierra de nadie haciendo cine marginal, underground. Creo que mi necesidad partía de que la imagen, lo estático de la pintura, se empezara a mover; no tenía una idea ulterior más allá de eso. ¿Sabés cuándo surgió lo político? Cuando terminó la época del Súper 8 y mi grupo dejó de ser tal, yéndose cada uno por su lado. Entonces me quedé sola y pensé: “Esto tenía una intención más subversiva. ¿Cómo hago ahora que no hay nadie a mi alrededor que esté en esta militancia?”. Entonces entré en crisis, volví a los 16 mm e hice un par de películas narrativas, como Ana, ¿dónde estás? (1987), comprendiendo que claramente lo narrativo no era lo mío.
A fines de los ’70, comenzaste a graffitear las paredes de San Telmo con frases en una innovadora intervención pública que poetizaba el espacio ¿No te daba miedo de que te pescase un militar en pleno acto y te reprimiese?
–No, porque no me veían. Yo era una mujer grande que se vestía como una señora e iba en su auto; como llevaba spray, a veces me bajaba y pintaba frases como “A veces todo brilla, todo” o “La vida es lo que nos pasa cuando hacemos otra cosa”. Lo hice durante un año sin que lo supieran ni siquiera mis amigos. Aunque no había graffiti en esa época, ni una sola pared pintada, pasaba el tiempo y nadie me comentaba nada; nadie se hacía eco. Hasta que un día los graffiti aparecieron publicados en una foto en la revista Mutantia, de Miguel Grimberg, bajo el título “Algo está pasando en Buenos Aires”. Ya visibilizado, no tuve la necesidad de seguir haciéndolo, aunque fue muy placentero mientras duró. Por lo solitario.
¿Creés que el hecho de que tu padre fuera pintor influenció en tu interés por lo visual?
–Absolutamente. Mis recuerdos de infancia giraban alrededor de su taller, del olor al óleo. Hacer pintura fue una manera de unirme a él, una añoranza del padre lejano que estaba en Alemania mientras yo estaba en Argentina. Ocurre que mis padres se separaron cuando yo tenía cinco años; entonces me fui de Berlín a Suiza con mi madre y, de allí, a un pequeño pueblo en Austria al pie de los Alpes. Yo tenía siete años y ése era para mí el paraíso –paraíso del que me arrancaron a esa joven edad para venir a Argentina–.
¿Por qué Argentina?
–Mi padre era mitad judío; mi madre no, pero era extremadamente antinazi, una especie de temprana hippie de las varias que había en Alemania por aquel entonces. Su idea era que nos quedáramos en Austria, en ese sitio que era una suerte de Bolsón, con campesinos y escritores conviviendo en una situación alternativa. Pero decidió que viniésemos a visitar a mi abuela (que vivía en Buenos Aires) por un año. Cuestión que estalló la guerra... y todavía estoy acá.
Según tengo entendido, hay un ramillete de Narcisas en tu familia, nombre bien peculiar y mítico...
–Sí, totalmente. Narciso era un nombre muy usado en el siglo XIX. Imagino que la primera Narcisa entró porque estaban esperando al varón que nunca llegó: la abuela de mi abuela, una criolla bien criolla llamada Narcisa Pérez Millán, que se casó con un alemán; de ahí la combinación que devino en ramas alemanas y argentinas.
Tu última película, largometraje de 2011 incluido en el compilado de mQ2, se llama El mito de Narciso. En tanto es una autobiografía imaginada que, desde la ambigüedad, explora lo que hubiera podido ser, ¿por qué decidís titularla con el nombre masculino?
–Simplemente para capitalizar el nombre. Y como yo quería hablar de que no hay identidad, de cómo todo se disuelve al final, el mito me venía bien.
En alguna oportunidad has dicho que Narciso no se ahogó por vanidad, que lo ahogó la sed de conocimiento. ¿Podrías explicar esa idea?
–Al mirarse, Narciso tiene la necesidad de conocerse y la imposibilidad de hacerlo hace que se acerque demasiado al agua del conocimiento y se ahogue. El problema es no creer en la imposibilidad, el problema es creer que sí es posible conocerse.
Si capturar una vida es posible, pero capturar la propia es imposible, como has declarado, ¿cuál es el sentido de embarcarse en un proyecto autobiográfico?
–Cuando se habla de la vida ajena, uno sabe que está poniendo ficción. En el caso de la propia, alejarse de los recuerdos es imposible. Como dice Rilke, sólo el animal y la planta están en el mundo; el hombre –como conciencia que mira– está enfrentado a él. Además, como está adentro y afuera al mismo tiempo, nunca percibe el cuadro en su totalidad.
Lo interesante de esta suerte de autobiografía es que el interlocutor, Alberto Félix Alberto, te cuestiona a cada paso: pone en tela de juicio tus postulados sobre la vida real y la vida virtual y se va creando una tensión muy peculiar en el relato...
–Eso fue espontáneo, porque a AFA le conté que quería narrar una vida inventada, más divertida; le dije que fantaseaba con la idea de qué hubiera sido de mi vida si me hubiese quedado en Alemania con mi padre en vez de venir a Argentina con mi madre. Entonces él me respondió: “No, Narcisa, eso me parece una porquería. Hay una vida real y hay heridas en la vida real. Tu vida es ésta, es la de acá”. Y me gustó que hubiera una polémica, una tensión inesperada.
Otro cuestionamiento interesante que se desprende del film es la respuesta que das a las preguntas kantianas –¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué puedo esperar?–. A las tres respondés de la misma forma: “Nada”...
–En la mirada que tenemos sobre el mundo y sobre nosotros mismos hay una tierra de nadie. Yo –como ser consciente– miro hacia el mundo y me miro también al espejo, y, entre medio, hay un trayecto, un espacio, un algo que no está colonizado: la nada. La nada es el gran enigma que intentamos rellenar todo el tiempo con creencias.
Además de El mito de Narciso y otros films, el compilado de la editorial incluye un corto de 11 minutos que filmaste en Súper 8 en 1983, Ama-zona, donde las imágenes evocan a una mujer que se corta el pecho y trasfigurada toma nuevas armas. ¿Qué te motivó a involucrarte con tópicos como la imagen femenina y la mutilación?
–La historia de la mutilación de lo femenino para llegar al combate y convertirse en mujer de arco y flecha siempre me ha resultado atractiva. Además, la mutilación es algo que sucede todo el tiempo. Hoy mismo hablaba con una amiga sobre la gente joven que se perfora el cuerpo con aros y, por una simple tendencia, se presta a ese sufrimiento. Lo mismo ocurre con las cirugías. Lamentablemente, lo normal es que la cosa funcione así: mientras el hombre ataca al otro, la mujer se ataca a sí misma.
Quisiera repasar ahora otro de tus trabajos incluidos por mQ2, Aleph, corto que tiene la particularidad de la síntesis más extrema. Dura apenas un minuto...
–El Aleph es un film que realicé con material reciclado y edición de un minuto para un concurso que pedía esa extensión. Tiene que ver con la atracción de Borges por ese punto fijo donde está contenido el universo. La concentración me resultó tan atractiva que me entusiasmé con la brevedad y después hice una película de 30 segundos hablando de la velocidad del tiempo. ¡30 segundos! ¡Casi invisible!
Narcisa, ¿estás trabajando en próximos proyectos?
–Estoy filmando unas cosas nuevas que, sumadas a material de archivo, usaré para trabajar sobre el tema de las inscripciones. Aunque estoy muy al comienzo aún, la intención es hacer una película sobre la palabra. También tengo un proyecto pendiente para el que no consigo lugar geográfico, que se llama “Predicando en el desierto”; la idea es hacer una instalación sonora en medio de la Patagonia con frases antiguas de los mandamientos en hebreo, latín, griego... Y pronto voy a repartir mis Cartas a los Hombres, tomadas de un capítulo de un libro que escribí hace tiempo, Aigokeros. Volví a revisarlas hace poco, elegí algunas y, una vez que terminemos de imprimirlas, elegiré una librería donde ir y regalárselas al público.
¿Qué mensaje esconden esas cartas?
–Yo diría que es un mensaje de venganza primitiva, que responde a los arquetipos del marido, el amante, el nieto (aunque el caso del nieto sería más bien una alabanza)... Me pareció una manera sutil de vengarme de algunas relaciones. (Se ríe.)
Cambiaste las manzanas por palabras...
–(Se ríe.) Sí, sí, así es. Y serán unas cinco mil cartas las que distribuya en esta suerte de happening.
Y cartas a las mujeres, ¿no?
–Me interesó más ver lo masculino desde lo femenino, y desnudar al hombre como él siempre ha hecho con la mujer, revirtiendo la figura de la musa. Poder mirar una y no tener que ser la mirada finalmente es una revancha.
Por Guadalupe Treibel
Fuente: Página/12
Buenas ideas
Victoria Sayago ha dedicado buena parte de su joven vida a la investigación, realización y docencia del cine y video experimental. Ganadora de la Beca Nacional del Fondo Nacional de las Artes en 2008 y directora con obra propia, en ella pensaron el cineasta Daniel Böhm y el fotógrafo Bruno Stecconi al momento de diagramar quién sería la curadora del primer número de la mQ2. Sobre la selección de las piezas de Narcisa, el trabajo en conjunto y el espacio de este género en Argentina, habla con Las12.
Victoria, ¿cómo surge la iniciativa de editar films seleccionados de Narcisa Hirsch?
–Daniel Böhm y Bruno Stecconi, directores de la editorial mQ2, tenían la intención de hacer una colección de cine experimental y, con esa idea entre ceja y ceja, me convocaron para pensar el primer número. Inmediatamente me vino a la mente el nombre de Narcisa, no sólo por su carácter de referente en el género sino por la necesidad de cubrir una falta, en tanto ninguna de sus obras estaba editada. Dejando de lado su costado performático e, incluso, su cine de ficción, nos abocamos entonces a su obra experimental e hicimos una selección cuidada que lanzamos en formato DVD con el bonus de un pequeño libro con textos críticos que abordan el trabajo de Narcisa, como el que escribe el ensayista Emilio Bernini.
El libro comienza con una introducción a tu cargo donde aclarás que el formato no reemplaza la experiencia intransferible de ver dichos films en pantalla grande. ¿Qué se ha perdido y qué se ha ganado en la conversión?
–Desde lo estrictamente tecnológico, Narcisa trabaja exclusivamente en fílmico durante mucho tiempo y eso se ve en su obra; hay un montón de recursos y un montón de expresiones desde el punto de vista estético que están directamente ligados a la especificidad del soporte. Este factor hace que visualizarlo proyectado en su soporte original sea realmente otra experiencia: es otra luz, otra profundidad de imagen, las superposiciones funcionan de distinta manera... Además, la sala oscura predispone a otro tipo de contemplación.
¿Dirías que esta iniciativa es un primer paso para comenzar a saldar la enorme deuda que existe en Argentina por su escaso material circulante sobre cine experimental?
–En nuestro país no hay estudios sobre cine experimental, apenas esbozos de intentar recopilar o contar, pero no mucho más. Es cierto que la tradición de este género en Argentina es muy chiquita, pero eso no explica que los intentos se queden en la anécdota y no profundicen ni en el plano poético ni en las posibilidades estéticas de este tipo de cine. Lo que pasa es que, desde el punto de vista del campo teórico, la teoría que ahonda el lenguaje cinematográfico clásico no sirve para hablar de este tipo de obras. Frente a ellas, se encuentra en un terreno completamente desconocido, donde los términos clásicos se vuelven fútiles; hablar de plano, por ejemplo, se vuelve fútil. De allí que sea necesario abordarlo desde la teoría del arte y la estética, desde otros lugares, porque el cine experimental llega con un modelo diferente al modelo de producción industrial –que es fácilmente enseñable porque responde a una estructura absolutamente prefijada, con reglas genéricas–. Todo lo que uno cree que es natural es un modelo; recién a partir del aprendizaje de desnaturalizar y desarticular ese modelo es más fácil ver cine experimental. Hay que desaprender para mirar algo que no tiene estructuras.
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