Y es que el mundo de las distopías suele ser muy duro y nada aconsejable. Puede ser tan terrible y directo como aquel telefilm ochentero titulado "El día después", que describe de forma muy veraz las consecuencias de un holocausto nuclear, con aquella mítica escena final en la que su protagonista, un estupendo Jason Robards, se abraza entre lágrimas con un desconocido sobre los escombros de lo que un día fue su hogar. Un hondo pesimismo ha impregnado el cine que trataba sobre los peligros de la guerra fría. Sucedía en el film de Stanley Kramer, "La hora final", en donde sus personajes se preparaban para lo peor, esperando la temida brisa radiactiva que acabara para siempre con sus esperanzas. En la película se desarrolla una efímera ilusión de sobrevivir, pero nada parece alimentarla de forma satisfactoria. Igual sucede con la magnífica cinta de animación "Cuando el viento sopla", en donde dos simpáticos ancianos (doblados con gran acierto por Fernando Rey e Irene Gutiérrez Caba) afrontan el holocausto con una ingenuidad que desarmaría a los corazones más duros.Contagiadas de tal desesperanza parecen sin duda dos films muy recientes. En "La carretera" subyace una atmósfera enrarecida en un mundo casi sin vida, sin luz, gris y desolador. Un padre, interpretado por Viggo Mortensen, intenta por todos los medios sobrevivir y proteger a su hijo de una hostilidad ciertamente opresiva. Ayuda y de qué manera la fotografía de Javier Aguirresarobe, mortecina y casi monocromática. Tanto favoreció a la ambientación de la película, que fue imitada un año después por "El libro de Eli", algo menos pesimista, pero con la misma sensación de describir un mundo perdido y abocado al fracaso. En ambos films no queda muy claro cuáles fueron las causas del desastre que les llevó a tal situación, tratando por todos los medios de edulcorar sus respectivos finales con algo de esperanza. En la primera se procura una salida individualizada del protagonista superviviente, en forma de un encuentro poco probable. En la segunda, un libro puede salvar las cenizas que quedan de humanidad, aunque eso parezca una pretensión demasiado ambiciosa y fuera de la realidad. Una vida dura sin concesiones, casi insoportable, en donde la supervivencia parece tan crucial que ahoga cualquier vía que irradie optimismo. La serie televisiva "The Walking Dead" refleja a la perfección esa desolación tan poco dada a cualquier atisbo de aliento positivo.
En el escabroso asunto de encarar la nueva vida que surge tras un holocausto, hay dos formas de afrontarlo: en grupo o en solitario. El recurso del individuo solitario es un clásico ya en la literatura fantástica y en el cine, le imprime a su protagonista cierto halo legendario. Y así debió intuirlo el escritor Richard Matheson cuando escribió en 1954 la novela "Soy leyenda", que ha sufrido varias adaptaciones a la gran pantalla con mayor o menor fortuna, según el criterio de cada uno. No obstante, el denominador común de todas es la soledad del personaje principal, dueño absoluto de una ciudad fantasmagórica por donde campa por sus anchas, aunque mantiene una lucha constante por la supervivencia frente a un enemigo que acecha entre las sombras. La angustia del hombre solo, su particular juego con la locura, la necesidad de hablar con alguien, aunque sea con la figura inanimada de un maniquí, se hace patente en un intento por no sucumbir en la más absoluta desesperación. Pero héroes solitarios han existido muchos, algunos intentan sobrevivir y otros tienen una misión que cumplir. De carácter huraño, aunque honestos, tienen dominado el arte de seguir con vida pese al mundo hostil que les rodea. Max (Mel Gibson), la figura hierática de las carreteras apocalípticas, símbolo emblemático de la crisis energética de los 70. Snake Pliskeen (Kurt Russell) enviado a la fuerza a rescatar al Presidente de los EEUU en un New York caótico y ruinoso en un supuesto 1997, prueba evidente de que muchos pronósticos sobre nuestro futuro nunca son demasiado halagüeños. Curiosamente este último personaje tendría una versión femenina no reconocida en la película "Doomsday, el día del juicio", interpretado por la muy atractiva Rhona Mitra, encarnando el papel de Eden Sinclair, con la misión de viajar al otro lado de un muro que separa la civilización de las hordas zombis y de otros peligros, en forma de bandas bárbaras o de un grupo de supervivientes que ha regresado a la edad media. Por compartir, nuestra protagonista, también posee un ojo averiado como el viejo amigo Pliskeen.
Después de un desastre global como el que hablamos es difícil reconstruir cierto grado de civilización. En general las películas muestran un mundo devastado en las que cada uno se las apaña como puede para sobrevivir. El poder tradicional se establece utilizando los cimientos de la barbarie y el desconcierto. Puede que el nuevo orden esté en manos de un señor feudal, de una tribu de punkis, como sucedía en "Doomsday", o de una casta privilegiada según la visión de la película "Zardoz". En la temática zombi, los reyes del mundo suelen ser los no muertos, símbolo inequívoco de la decadencia absoluta de la humanidad, de la alienación más evidente. Si pasa el tiempo suficiente, puede incluso que el hombre ya no tenga su lugar en la cúspide dominante y haya sido sustituido por otra especie, tal y como nos muestra de forma magistral "El planeta de los simios", e incluso peor, siendo simplemente el alimento de otros, y no me refiero a la película "Cuando el destino nos alcance", sino a "El tiempo en sus manos", en donde la humanidad se ha dividido en dos, los pacíficos e ignorantes Elois que son un trasunto de ganado humano del que se alimentan los Morlocks, una degeneración horripilante que ya ni recuerda al hombre que fue. Probablemente sea una de las representaciones más pesimistas del futuro de nuestra especie, pues no es solamente el fracaso del destino al que aspirábamos como raza dominante, sino la constancia del olvido del conocimiento almacenado durante siglos, reducido a polvo, tal y como puede comprobarlo el protagonista del film dirigido por George Pal. En "El sonido del trueno", una alteración accidental en el pasado puede producir una paradoja en el tiempo, que tendrá consecuencias en el futuro en forma de oleadas de transformación de la realidad. Nuestro mundo se va alterando hasta constituirse en lo que hubiera sido tras esa anomalía, formando nuevos paisajes y especies animales, algunas de una agresividad desatada. Buena idea para una película pobremente ejecutada con un Peter Hyams en horas bajas.
El enemigo al que se enfrenta el superviviente de este caos suele ser diverso en cuanto a sus orígenes y causas. Puede ser una plaga en forma de virus, una invasión extraterrestre, las máquinas y, en el caso más improbable y delirante, el resurgir de los legendarios dragones. En las películas de zombis se opta algunas veces por encontrar una explicación del origen de los mismos, tal y como sucedía en "28 días después" con el virus de la rabia o en "Soy leyenda", con el llamado Kripin, un agente vírico mutado para combatir el cáncer. Es significativa la imagen de esta película, cuando la doctora interpretada por Emma Thompson afirma que, el remedio resulta tremendamente eficaz, algo que puede terminar con una de las lacras de la humanidad, pero, sin embargo, su expresión facial indica que hay gato encerrado. Ingeniosa era la teoría esbozada en "No profanar el sueño de los muertos" de Jorge Grau. Aquí es una extraña máquina anti plagas que hace que hormigas y otros insectos se transformen en caníbales, eliminándose a sí mismos. No se podían imaginar que también afectaría al precario cerebro de los muertos.
El factor humano también puede ser determinante en cuanto a la provocación del desastre, en forma de cambio climático, tal y como lo demuestra el especialista en el género Roland Emmerich en "El día de mañana" y sus poderosas imágenes de destrucción que no pueden pasar desapercibidas. Pero, sin hay un icono del fin de la humanidad tal y como la conocemos, deberíamos quedarnos con esos primeros fotogramas de "Terminator" en los que una máquina pisotea un montón de cráneos. Los hombres han quedado reducidos a una simple cuestión de eliminación, sin más conmiseración. Ese futuro terrible, en el que unos superviviente se calientan con la llama de un fuego en un viejo televisor, mientras unos niños cazan una rata para alimentarse, es absolutamente amargo. Claro que, si lo que queremos ver es un apocalipsis como Dios manda, con sus arrebatamientos, demonios y fuegos infernales, deberíamos dar una oportunidad a una película sorprendente y simpática como "Juerga hasta el fin" (mucho mejor el título original "This is the end").
El futuro es impredecible y por eso quizás sea tan proclive a la imaginación. Siempre pensamos que cualquier cosa puede suceder, imaginado su final de muchas maneras posibles, enfermedades, radiaciones solares, invasiones alienigenas, zombis, apocalipsis religiosas, impactos de meteoritos, cambios climáticos, desplazamientos de la corteza, dragones, desastres nucleares, inundaciones, incluso síndromes extraños que conducen a la locura, pero al menos podremos deshacernos de muchas obligaciones y disfrutar arrojando el despertador a la basura. O alguna vez han escuchado a alguien decir: "Cariño, despiértame a las ocho que mañana tengo mucha faena matando zombis".