La cultura cinematográfica que yo pueda atesorar se comenzó a cimentar en el cine de mi pueblo, asistiendo en las tardes/noches de los sábados y domingos a las dobles sesiones que allí se programaban. Creo que desde esos días me cuesta una enormidad disponerme a ver una película del Oeste, ya que en la década de los setenta me tragué decenas y decenas de ellas en compañía de mis hermanos y amigos, entre el crujir de las cáscaras de las pipas. Por eso, no me cabe duda, hace años rechacé una generosa invitación para asistir al estreno de Sin perdón, esa obra de arte de Clint Eastwood de la que tiempo después pude disfrutar, enmendando aquel error prejuicioso.
La cartelera de aquellos fines de semana solía consistir en una de vaqueros -pistoleros les llamábamos nosotros- y otra de diverso género. Entre aquel plantel de películas, de no muy elevado nivel de calidad, solía colarse de vez en cuando alguna que merecía la pena de verdad. Una de ellas fue The French Connection, un film estadounidense en donde descubrí a tres de los mejores actores que haya visto en la gran pantalla: Gene Hackman, Roy Scheider y Fernando Rey. Estrenada en 1971, obtuvo cinco Óscar, y en el cine Avenida de Alguazas, los hermanos Alfonso, la estrenaron algún tiempo después con todo lujo de promociones, como nunca antes ocurriera, lo que levantó una enorme expectación entre los afortunados que asistimos a sus pases.
Sin embargo, otra de las películas, de tono menor respecto a esa pero que recuerdo con insistencia de aquellos años, fue La casa de las palomas. Hace días volví a verla en un canal televisivo. Ya me sorprendió en su momento, por la temática que abordaba en pleno tardofranquismo y, ahora, al volver a visionarla, todavía más. Dudo que en esos años fuera tolerada para menores, pero siempre había excepciones para colarnos cuando interesaba. Con una jovencísima y bella Ornella Muti -apenas tenía 16 años- y una radiante Lucía Bosé, la película narra una escabrosa historia en la que el protagonista masculino forma un triángulo amoroso con madre e hija, esta última, menor de edad.
Claudio Guerín Hill fue su director, un cineasta que accidentalmente nos dejó demasiado pronto. Nacido en 1939 en Sevilla, Guerín se formó en la Escuela Oficial de Cinematografía junto a otros nombres que han dado lustre y brillantez a la nómina de realizadores del Séptimo Arte en nuestro país: Pilar Miró, Josefina Molina, Víctor Erice, Manuel Gutiérrez Aragón, Iván Zulueta o José Luis García Sánchez, entre otros. Guerín murió en 1973, en un pueblo de Galicia, mientras dirigía su segundo largometraje, ‘La campana del infierno’, al caerse de un decorado instalado en la torre de una iglesia. Tenía solo 34 años y aún mucho por rodar. Juan Antonio Bardem fue el encargado de llevar a cabo los escasos planos que faltaban para finalizar el proyecto.
Años después, cuando en 1984 TVE repuso La casa de las palomas, el crítico Ángel Fernández-Santos escribió sobre ella que se trataba de una película que Guerín, “un cineasta con aguda voluntad de estilo”, realizó “con mucha solvencia y oficio”, pero partiendo de un guion algo confuso y no desarrollado, añadiendo que la censura, “aunque debilitada”, aún estaba vigente, “con la espada enarbolada”, en aquel país todavía en blanco y negro. Fernández-Santos concluyó que al treintañero Guerín le faltaba experiencia de rodaje y, sobre todo, de dirección de actores, pero que La casa de las palomas había que verla “en su condición de ópera prima” de su autor y “en relación con sus alrededores en aquel instante de España”.
En 2013, Víctor Erice vino a Murcia para participar en el certamen cinematográfico Ibaff Ibn Arabi. A pesar de ser bastante reacio a hablar con los medios, tuve ocasión de entrevistarlo para TVE -eso sí, brevemente- y entre las contadas preguntas que le pude formular, una de ellas fue interesándome por lo que estaba haciendo en esos momentos. Erice, lacónico, oculto tras sus gafas de sol y con las manos en los bolsillos de la americana, reconoció que estaba rodando fuera de España lo que no podía hacer en su país, sin duda, por problemas de producción y financiación para determinado tipo de cine, como el suyo. Ahora, al recordar a Guerín, compañero en los comienzos del propio Erice, he reparado en que, muy posiblemente, este hubiera corrido la misma suerte que el autor de El espíritu de la colmena o El Sur, y que igual, con el paso de los años, hubiera sido otro director de culto, con escaso espacio para desenvolverse. Porque quizá sea verdad eso de que ser director de cine en España era algo así como ser torero en Japón, que dijera una vez un tal Pedro Almodóvar.