La educación de los hijos es una de las tareas más difíciles de la labor de ser padre. Me imagino que las malas notas escolares o las malas compañías se viven, desde el punto de vista del progenitor, como un fracaso personal. Eso es precisamente lo que le sucedió a David Gilmour, un escritor y crítico de cine canadiense, cuando contempló una tarde de domingo la desesperanza de su propio hijo frente a las tareas escolares. En aquel instante percibió su hastío, su absoluta falta de interés y tomó una decisión drástica: ofrecerle dejar el instituto a cambio de una sola condición: que viera junto a él al menos tres películas a la semana.
En principio la medida puede parecer desacertada: la educación que ofrece un centro escolar no puede compararse con el visionado de unas cuantas películas, por buenas que estas sean. Pero el lector intuye que la auténtica intención del señor Gilmour es un acercamiento a su hijo que hasta aquel momento había sido una labor muy complicada. Quizá el cine le enseñara unas cuantas lecciones de vida y a la vez consiguiera que se conocieran mutuamente mucho mejor. Era la reacción desesperada de un padre que ve como camina rápidamente hacia el fracaso vital o hacia un destino mucho peor.
Desde un punto de vista estrictamente cinematográfico, la selección de películas es muy básica y obvia, desde clásicos como El padrino o Los cuatrocientos golpes (es muy revelador que esta sea la primera obra seleccionada) hasta los llamados placeres inconfesables como Showgirls, una pésima película que cuenta con un numeroso club de fans. Y llama la atención el hecho de que casi nunca busquen lecciones morales en las películas que ven, sino que se centren más en aspectos técnicos y artísticos: lo verdaderamente importante es pasar un rato juntos como padre e hijo y, de paso, que la relación entre ambos se enriquezca hasta el punto de poder abordar la caótica vida amorosa y social de Jesse, un adolescente que pide a gritos que le orienten en esta jungla que es el mundo.
En realidad, como lector, a mí me parece insólita la solución educativa que el autor ofrece a su hijo, el cual, por cierto, es una especie de tábula rasa que ni siquiera sabe situar en el mapa a Sudamérica (sin saber tampoco si se trata de un país o un continente ni importarle lo más mínimo). Se trata de sustituir el instituto por la contemplación de tres buenas películas semanales, sin muchas más exigencias a una persona que se encuentra en los años cruciales de su formación. Un muchacho que todavía tiene que aprender a bregar con sus fracasos amorosos y que está empezando a vivir un peligroso romance con la cocaína. Que al final todo salga bien (o eso parece) tiene más que ver con el azar que con otra cosa, aunque hay que reconocer que el cineclub ha servido para que Jesse tenga algo donde aferrarse en sus momentos de más desesperación. Porque el cine y la literatura no son solo evasión: se trata de la contemplación de vidas ajenas cuya experiencia podemos atesorar sin haber arriesgado nada personalmente. Y esto puede ser muy valioso ante ciertas tesituras.
Cineclub es un libro sin grandes pretensiones literarias, que se lee con mucho agrado, sobre todo si uno ha visionado previamente la gran mayoría de las películas que salen a colación. Su mayor virtud es esa sencillez apegada a la realidad, esa sinceridad que hace que el relato sea verosímil. Es bueno saber que existen las segundas oportunidades, incluso para quien está tirando su vida por la borda y que, a veces, los planes más desatinados, si están condimentados con grandes dosis de entusiasmo, salen bien.
Revista Cine
Cineclub (2007), de david gilmour. una educación cinematográfica.
Publicado el 24 junio 2015 por MiguelmalagaSus últimos artículos
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