Acabo de ver Nuovo Cinema Paradiso, la obra maestra de Tornatore, veinte años después de la primera vez, allá en el 91 ó 92 en Falmer. Lo recuerdo como si fuera hoy, en la pequeña sala de proyecciones de la Universidad de Sussex que usábamos los miembros de la Cult Movie Society, aunque otras veces nos reuníamos en el Duke of York's, un club privado en el centro de Brighton, en las cercanías de Saint Peter bastante exclusivo, alternativo y algo underground donde pagabas una cuota mensual y podías ir cuantas veces quisieras y cenar y fumar mientras veías las películas. Al terminar aquel curso las reuniones las hacíamos en las casas de unos y otros, con sesiones dobles de cine independiente y experimental que comenzaban a la medianoche y terminaban al amanecer con un paseo hasta el observatorio, sobre las colinas, que por una de esas extravagancias británicas estaba pintado como una casa de los pitufos y por ese motivo era conocido como el mushroom. Allí veíamos salir el sol y tras ello nos retirábamos. Yo sólo tenía que bajar la loma y llegar a mi enmoquetadísima casa de Park Village, con mi cuarto repleto de libros, de grabados y de cachivaches varios comprados en mercadillos y anticuarios a precios británicos, que poco tienen que ver con los nuestros.
Me veo con diecinueve o veinte años llorando al final de la proyección y ahora, con cuarenta, he vuelto a llorar, pero por motivos muy diferentes. En aquellos años devoré libros, obras de teatro, óperas, conciertos, museos, exposiciones y películas en tal cantidad que no sé de dónde sacaba el tiempo para estudiar, divertirme y vivir, que también lo hice, y mucho. Incluso hacía mis pinitos escribiendo, en cuadernos rayados y a mano. Conservo todo, pero poco hay reciclable. Hace tiempo que no los releo, pero recuerdo que en ellos era demasiado evidente las influencias de lo que leía. Ciertamente hay que dejar pasar los años y permitir que repose cuanto se ha visto, leído y vivido para que lo sembrado germine o se marchite, según su importancia. Entonces era una esponja que todo absorvía, un asiduo a cuanto acto social hubiera, hoy soy un eremita que a duras penas se lo ve en sociedad, que sólo ve cine en casa y que se ha vuelto extremadamente selectivo en cuanto a lecturas, música y compañías se refiere.
Hace veinte años yo me veía reflejado en Totò, el protagonista de la película, adolescente. En ese Totò al que Alfredo asía en la estación mientras lo conminaba a no volver a Giancaldo, el pueblo siciliano que lo había visto nacer. Demasiadas razones me hacían reflejarme en él y en esa Sicilia que por entonces marcaba mi existencia, tan parecida a mi Extremadura en tantas, tantísimas cosas. Me juré no volver a mi tierra natal, pero tres años después la vida dio tal vuelco que dejé toda mi vida y mi futuro para volver a Cáceres. Poco duró mi juramento, y allí empecé a comprender la inutilidad de hacer planes a largo plazo. Soñaba romper con todo, desaparecer, hacer mi vida toda vez que en mis años británicos me había encontrado conmigo, tras un largo proceso en el que me di la libertad. Pensé en quedarme para siempre en Inglaterra, pero un miedo enorme, atroz, un vértigo ante el compromiso quiso que me fuera a Madrid. Ya no albergo, confieso, miedo al compromiso, porque el que he contraído sólo tiene a Dios por testigo y de ése únicamente lo mejor se puede esperar. Dejé Albión como los exiliados jacobitas, en barco desde Faulkstone hasta Bolonia sobre el Mar camino de París. Una foto recuerda ese momento: se me ve jovencísimo, con los rizos al viento y unas wayfarer que camuflan las lágrimas.
Ahora con cuarenta años comprendo al Totò adulto que se enfrenta a sus fantasmas a pesar de haber intentado huir de ellos durante años. Pero no me identifico con él, porque mis fantasmas conviven conmigo hace tiempo y los he asimilado y exorcizado de múltiples maneras. Asumo todo cuanto he hecho en mi existencia, sin ocultar nada, y vivo mis recuerdos sin sentir el dolor que antes me punzaba. Ahora lloro recordando con emoción aquellos años británicos, que pensé serían los más felices de mi vida, desde la altura de la cuarentena, sintiéndome más feliz que nunca en el lugar al que nunca juré volver. Ahora las notas de Morricone que llenaron mis pensamientos de nostalgias anticipadas suenan para mí de otra manera.